En la nueva sociedad de la autopromoción y la venta aparencial del éxito en la que el «yo visual» se ha transformado en nuestra marca, la pose de hoy es la sonrisa perenne. Sin embargo, el retrato fotográfico ha evitado históricamente el accidente banal de la sonrisa. Los mejores retratos son los que, invitándonos a adentrarnos en la apariencia de una humanidad compartida, nos proyectan el enigma impenetrable del rostro, el abismo de su irreductible extrañeza.

Foto: Walker Evans

Confieso que, cuando alguien me hace un retrato, lo que peor llevo es ese momento inevitable en el que escucho la orden recurrente para que, a toda costa, mire a cámara luciendo mi mejor sonrisa. Así, imperativa, gratuita y forzosamente. Si en un retrato ya es difícil evitar que en el encuentro con la cámara el verdadero rostro no se de espontáneamente a la fuga ocultándose detrás de su máscara, la orden que nos decreta que compongamos un gesto concreto -ya sea de alegría o de tristeza, da lo mismo- desata el mayor fingimiento de todos, que es la «pose», esa exagerada y ridícula sobreactuación gestual propia de la «enfermedad de la mente», según la descripción burlona con la que Nadar nos contó cómo llegó el escritor Balzac hasta su estudio, invadido por un terror tan profundo hacia el daguerrotipo, que no tuvo más remedio que posar con la actitud propia de «los románticos encorvados, tísicos, orgullosos de su aspecto penoso que han conseguido transmitir a la perfección». Una vez le observé a Ricky Dávila que en los formidables retratos de Nadar nadie sonríe. «No», me corrigió, «tiene uno en que sí. Alexandre Dumas». Aquí está la prueba de la excepción: tenía razón. Y pardiez que, pese a la sonrisa, o por ella misma, no es un mal retrato. Aunque yo me quedo con la misteriosa ambigüedad de Baudelaire o con la imagen seca y escrutadora, casi póstuma, del gran Nerval fotografiado por Nadar pocos días antes de morir: desde ahí parecía mirarnos ya, desde la inalcanzable lejanía de algún atrás.

Alexandre Dumas, fotografiado por Nadar
Baudelaire, fotografiado por Nadar
Nerval, fotografiado por Nadar

Pues bien, de la afectada retracción encorvada y tísica de los románticos, pasando por la neutralidad antiemocional de Evans o Sander y haciendo estación en la saturación emocional del sentimental humanismo fotográfico, hemos saltado al histrionismo sobreactuado de quien hoy es incapaz de enfrentarse a la cámara sin exagerar la artificialidad de unos extravagantes, antinaturales y ridículos posados.

Volvamos a los orígenes, a la mirada inocente y perpleja de los primeros espectadores de la fotografía del siglo XIX que no se atrevían a mirar demasiado tiempo los rostros fijados sobre una placa porque temían que esos rostros fueran, a su vez, «capaces de vernos» (2), Varias razones explican la exclusión de la sonrisa en los retratos. Por una parte, los primeros referentes pictóricos que sostuvieron el primer desarrollo de la fotografía ya eran, en sí mismos, serios, sobrios y prescindían de la sonrisa, pues, a lo largo de la historia del arte, y a pesar de la influencia de Leonardo -la Gioconda-, de Antonello da Messina o incluso de Velázquez, la cotización cultural de la sonrisa, asociada por la burguesía a las clases pobres, a los bufones y a los borrachos, nunca fue gran cosa y contradecía el anhelo de solemnidad y de posteridad que la excepcionalidad de un retrato prometía. Por otra, es sabido que las largas exposiciones de las primeras tomas fotográficas exigían del retratado la inmovilidad de un absoluto «rigor mortis» que, automáticamente, descartaba la posibilidad de la irrupción de la sonrisa, siempre tan casquivana y tan fugaz.

Antonello de Messina.

Pero, y puesto que la fotografía es siempre una construcción política y social, la esfera de representación visual de un Orden convenido, al final del siglo XIX, en la Era de los Cimientos de la Fotografía, las razones para explicar la rigidez de los retratos no eran solo técnicas: había algo más. En aquella época, que es cuando el retrato se expande rápidamente a través de las carte de visite que popularizaron definitivamente a la fotografía, lo inaceptable era «fotografiar la impresión instantánea, el discurrir insólito e imprevisto de lo ordinario».

La sonrisa era lo vulgar, lo ordinario. «La sonrisa abierta, franca, desenvuelta, expresaba una espontaneidad inadecuada» (3) en una sociedad cuyo orden y contención privilegia un imaginario visual de identidades estables, firmes, fijas. Esa tendencia se prorrogó -aún más- en países de pobre desarrollo económico, como España, donde en un contexto social de escaso consumo fotográfico generalmente vinculado hasta hace muy poco a preservar la memoria de reuniones o hechos familiares excepcionales, se impuso el rostro de expresión vacía, la compostura y la gravedad de los labios cerrados.

Cartes de visite de Disderi

Pero la triste pose romántica pasó a la historia. En la nueva sociedad de la autopromoción y la venta aparencial del éxito en la que el «yo visual» se ha transformado en nuestra marca, la pose de hoy es la sonrisa perenne, la mascarada bufa del gesto insoportable e imperturbablemente feliz.

Mi recelo no es solo mío. Ricky Dávila dice tenerlo comprobado: al final de cada charla o de cada inauguración de exposición, alguien «desde la más inocente inocencia», dice, le preguntará con asombro por la ausencia de sonrisas en sus fotografías. Quien pregunta, explica Dávila, no es más que otra víctima más de todo el bombardeo promocional por el que hemos llegado a aceptar como el más natural de los gestos a «la sempiterna sonrisa de clínica dental». Un tipo de retrato que ha disparado su producción sideralmente a través de ese «torbellino de selfis sonrientes con los que la especie viene anegando la galaxia en los últimos años», agrega Ricky (4).

Y observa: «Es sencillo: vete a contar sonrisas a El Prado. La sonrisa era una prueba de cretinismo en los retratos hasta el siglo XIX. Pero esto se ha cambiado y a partir del siglo XX, cuando pusieron a los fotógrafos, hay que sonreír todo el rato porque si no, es que no estás contento y no estás natural. Cuando no hay nada menos natural que esta multiplicación de sonrisas permanentes. Y eso es muy poco edificante a nivel social: estamos creando ansias en la sociedad porque nos hemos convertido en marcas de nosotros mismos vía fotografía, usándola mal. No puede ser que uno pueda sentirse mal porque no está sonriendo constantemente. En esto la fotografía está siendo mal utilizada y creando una neurosis tremenda». (5)

Propuesta de filtro «Sonrisa» usado por una actriz en Instagram

Repaso mi imaginario de retratos fotográficos y salvo las excepciones correspondientes, efectivamente ratifico que el retrato fotográfico ha huido de la sonrisa como de la misma peste. Anoto algunas excepciones: una pareja de felices milicianos sorprendidos por Robert Capa en Barcelona; el propio Capa sonriéndole seductoramente, más que a su cámara, a la propia Ruth Orkin durante lo que pareció ser una cena lanzando una leve sonrisa de encanto entreverado de tristeza «mientras los ojos miran astutamente como si quieran decir que en otras ocasiones fuera capaz de lanzar miradas menos amables» (6) Algún niño risueño de Helen Lewitt quien, como niño, queda dispensado de ejercer su natural derecho a sonreír. La rotunda bañista de Lisette Model en Coney Island, cuya actitud de juego en un espacio de ocio explicaría la leve actitud sonriente. Algunas figuras urbanas de Winogrand…, si bien estas últimas imágenes basculan en el híbrido entre imágenes de reportaje o de retrato de contexto y podríamos no considerar, exactamente, como un retrato. Añado la media sonrisa seductora con la que Alberto García-Alix -que es un fotógrafo serio y grave- se gira hacia atrás en un autorretrato sobre moto. Y la fascinante «Mujer desnuda con gafas de sol de cisne», con la que Diane Arbus, cediendo a una tentación de felicidad, quiebra su ácida y morbosa galería de antihéroes. Hay una imagen celebérrima de Walker Evans -«Mrs. Gudger», tomada en Alabama en 1936, de la que existirían 3 tomas- que podría estar al borde del esbozo de una sonrisa. Y habría sido lamentable que hubiera incurrido en la opción «banal de sonreír» -de nuevo Kozloff sobre ese retrato concreto- pues el suyo es un retrato prodigioso de una persona que se entrega sencilla y serenamente a la cámara como mero sujeto que prescinde de cualquier tentación de convertirse en intérprete. Para mí, esos son los mejores retratos: los que, invitándonos a adentrarnos en la apariencia de una humanidad compartida, nos proyectan el enigma impenetrable del rostro, el abismo de su irreductible extrañeza. Por eso, y con las excepciones correspondientes -como ese púgil que, en el retrato de dos boxeadores, le cuela una abierta sonrisa a August Sander- admiro los retratos de Evans y Sander: por la implacabilidad de su neutralidad, su simplicidad y su «aterradora» falta de emoción. Como Avedon: otro que compone sus obras maestras con la suficiente «indiferencia» y lejanía.

Robert Capa fotografiado por Ruth Orkin en 1952
Foto: August Sander

Aún así, cualquier análisis de las transiciones históricas en los modelos de retrato no explicarían la tendencia mayoritaria de los fotógrafos, como antes de los pintores, a evitar la sonrisa. Los fotógrafos han sabido siempre que la anécdota furtiva, el estallido fugaz de esa mueca universal, contamina al retrato de un rasgo peligrosamente perecedero, efímero. Tan superficial que, en general, interpone una barrera que evita penetrar en la sustancia interior del rostro. Formulado por Mark Twain: «Una fotografía es un documento muy importante, y no hay nada más condenatorio para la posteridad que una sonrisa tonta capturada y fijada para siempre». O explicado por Toni Catany, preguntado en 2002 por la escasez de sonrisas en su exposición «De los que escriben», dedicada a sus retratos de escritores catalanes: «No me gusta que a quien retrato sonría, porque la sonrisa es la reacción a algo y prefiero la ambigüedad, que permite que se puedan interpretar las facciones con más libertad y no con la ficción que supone una sonrisa». (7) Catany tenía tan claro que la sonrisa era una recurrente cortina de humo desplegada entre el rostro y la cámara, una máscara de interposición fingida como parapeto por el propio personaje, que cuando abordaba a un desconocido en la calle porque su rostro le sugería un retrato, le ordenaba lo contrario de lo que me mandan a mi: «Por favor, no sonría, mire a la cámara, póngase serio».

Foto: Toni Catany
Francis Bacon, retratado por Bill Brandt

«Si quieres que tus retratos perduren, evita las sonrisas», aconsejaba Bill Brandt -esbozando al decirlo una leve y flemática sonrisa, por cierto- antes de que la irrupción de las redes sociales convirtiera nuestro autorretrato en la pandemia del «selfbranding» y transformara la egofoto sonriente (8) en una imagen tan predecible, conservadora y repetitiva como el retrato bien serio. Es esta hipertrofia de sonrojos con los que pretendemos el aplauso de una sociedad online que excita continuamente nuestra necesidad de aprobación, la que ha terminado por consagrar el desprestigio cultural de la sonrisa, pues si alguna vez esta pudo ser el símbolo visual de una tentativa de caos y desorden que desestabilizara la representación burguesa de un orden formal serio y estricto, hoy ejerce tal grado de dictadura sobre la obligación de complacer y de gustar a todo precio y toda costa, que lo revolucionario es permanecer entumecido, serio y respetable ante la cámara. Un rasgo hoy de identidad e independencia, no transfigurarse en emoticono sonriendo al objetivo.

Desconfíen de la dichosa mueca. «Cualquier persona con una sonrisa perpetua en el rostro oculta una rudeza que asusta». Palabra de Greta Garbo, pese a haber sido una vez portada de Life, precisamente, sonriendo, si bien promocional y asépticamente. La indiferente y lejana Garbo, diosa helada, sonriendo: ¡como para no hacer una portada con eso!

  1. Nadar / Memorias de un fotógrafo
  2. Walter Benjamin / Pequeña historia de la fotografía
  3. Justo Serna y Encarna G. Monerris / El postín. Fotografía y distinción en el siglo XIX
  4. Ricky Dávila / Tractatus Logico-Photographicus
  5. Full Frame / Programa 90
  6. Max Kozloff / Visiones solitarias . Fotografías multitudinarias.
  7. Última Hora / 2002
  8. Juan Martín Prada / El ver y las imágenes en el tiempo de Internet

No sonría, por favor
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4 pensamientos en “No sonría, por favor

  • 9 junio 2022 a las 08:37
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    La sonrisa del retratado parece, a veces, una máscara, voluntaria o no, que le «protege» de la violación del espacio personal interno que pueden sentir algunos sujetos al ser fotografíados. Del fotógrafo depende la capacidad de crear un ambiente propicio que rompa esa tensión intrapersonal que se crea casi por defecto, aunque, en ocasiones prefiera mantener esa pugna y retratar precisamente esa visión del sujeto. En ese caso puede resultar menos estético, dramático o pausado, pero quizás tenga más que ver con la naturaleza de nuestro personaje. Se trata de un juego psicológico y socilógico, una valiosa herramienta, sin la cual, el fotógrafo se encuentra desarmado cuando se centra en fotografíar personas.
    Personalmente prefiero la autenticidad, aunque, ante un desconocido, ¿cómo podemos saber que la parte de él que nos está mostrando es la verdadera? y si así fuese ¿realmente importa? Saludos, con una sonrisa sincera…

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  • 12 junio 2022 a las 17:26
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    Hola, Óscar. Me temo que, mediando una cámara, no hay manera de saber si la sonrisa es o no sincera, je, je. Sobre todo ahora: hace ya años que fotógrafos veteranos vienen quejándose del creciente histrionismo gestual de los retratados, singularmente, los adolescentes.
    Es posible que, como dices, la sonrisa pueda ser, a veces, un gesto de protección. Pero lo que sospecho es que, sobre todo, esa sonrisa brota del cumplimiento del mandato social de estar obligados a parecer siempre felices. ¿Quién quiere pasar a la posteridad con un gesto triste?, je, je.
    Gracias!
    Abrazo sonriente!
    Juan

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    • 25 agosto 2022 a las 08:21
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      Cierto ¡ También he obsevado que cuanto más humilde el sujeto retratado (sobre todo en otras sociedades de países «subdesarrollados») menos interés en mostrarse «digno» y «estupendo» y más natural y quizás, auténtico, su retrato.

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