El mayor ataque terrorista de la Historia se saldó también con una de las mayores censuras visuales, que comenzó el 11S ocultando las imágenes de las víctimas y enfatizando las que conectaban con el imaginario heroico norteamericano, hasta culminar en 2011 negándonos las imágenes de la captura y muerte de Osama Bin Laden. En medio, las fotografías de las torturas en Abu Ghraib establecen inquietantes paralelismos con obras de la Historia del Arte, del que imitan el «pathos» clásico erotizando el martirio de las víctimas.

Foto: Richard Drew / AP

Veinte años después del ataque a las Torres Gemelas, el mayor atentado terrorista y el suceso periodístico más fotografiado de la Historia continua arrojando un saldo visual pobrísimo. La certeza de «no haber visto» lo que ocurrió sigue imponiéndose. «¿Qué hemos visto del 11 de septiembre? Siempre lo mismo», se preguntó y se respondió Clément Chéroux, ya en 2007, (1) tras analizar las imágenes con las que 400 diarios americanos narraron la noticia a través, explicó, de 6 categorías de imágenes-tipo (la explosión de los tanques de queroseno de uno de los aviones; la nube de humo sobre Manhattan; las ruinas de las dos torres tras su desmoronamiento o la bandera americana resurgiendo de esas mismas ruinas…- que, en cualquier caso, excluían la exhibición explícita de la muerte. «Imágenes en bucle, siempre las mismas, tartamudeadas por un ejército de speakers«, ratificó Jean-Luc Godard el cansino ritornello visual con el que -sin mostrar víctimas ni cuerpos reales- se nos narró una suerte de «Apocalipsis» contemporáneo que dejó alrededor de 3.000 muertos.

Foto: Pete Souza

Si consideramos que la «secuencia» narrativa del 11-S concluyó, en realidad, casi 10 años después cuando el 2 de mayo de 2011 un comando norteamericano de operaciones especiales dio muerte a Osama Bin Laden en Pakistán, el círculo de la invisibilidad en torno al suceso que declaró una Nueva Era en la Historia aún se opaca más: de la operación secreta de su captura y ejecución solo disponemos de una imagen en la que, se nos pide creer, el presidente Barak Obama, rodeado de los máximos responsables de Seguridad Nacional, contempla en una pantalla que nosotros no vemos, pues está situada fuera de plano, las imágenes de la captura y ejecución del Enemigo Número 1 de USA servidas en tiempo real. Pero esa foto de Pete Souza, fotógrafo oficial de la Casa Blanca, solo nos muestra, precisamente, la imagen que nos falta, esa que no vemos: la de Bin Laden muerto. Completando la censura visual que empezó el 11-S, la única «prueba» visual del abatimiento del Mayor Enemigo de Occidente que «cierra» el Expediente 11-S, no prueba nada: lo único que hace, paradójicamente, es ocultar su muerte. Y certificar que lo que todas las personas presentes en esa especie de terrorífica «sala de videojuegos» que puede ser The Situation Room ven, ellos no quieren que nosotros lo veamos. Sus ojos vicarios nos reclaman -o nos exigen, pues ellos son El Poder- que veamos, y creamos, solo a través de ellos.

Esa estrategia de censura y encubrimiento comenzó instantes después de que el primer avión golpeara el World Trade Center cuando la prensa norteamericana, invocando el «buen gusto» resolvió no publicar las imágenes de las víctimas de los atentados. «Con nuestros muertos siempre ha habido una vigorosa interdicción que prohibe la presentación del rostro descubierto», observa Susan Sontag (2) Sin embargo, esa norma tan «vigorosa» como hipócrita, se desinfla ante los muertos en las colonias a miles de kilómetros de las centrales informativas norteamericanas. «Cuanto más remoto o exótico es el lugar, tanto más estamos expuestos a ver frontal y plenamente a los muertos y moribundos», explica Sontag.

La mañana del 11-S, la prensa norteamericana -en línea con la ocultación de los horrendos desastres de los bombardeos consagrada ya en la tecnoguerra del Golfo del 91, una guerra que pasó prácticamente virtual por nuestras pantallas- resolvió ocultar los cadáveres. Y solo consintió inicialmente, pues al día siguiente la controversia que arrastró su publicación condujo a su desaparición de las cabeceras, en publicar la imagen de un hombre cayendo al vacío desde una torre. Detengamonos en ella, pues es extraordinariamente representativa de los mecanismos de represión y censura que han envuelto el tratamiento visual del 11-S.

Foto: Richard Drew / AP

«The falling man» -el hombre que cae- como se conoce a la imagen, fue captada por Richard Drew, fotoperiodista de AP -por cierto, de las 400 portadas que estudió Chéroux, 279 contenían imágenes de Associated Press: es decir, el limitado imaginario visual del 11-S fue gestionado por una sola agencia al modo, casi, de un oligopolio- y recoge el salto de una de las 200 personas que, se calcula, decidieron arrojarse por las ventanas ante la perspectiva de morir abrasados por las llamas. En los intensos debates de ese día sobre qué imágenes publicar, una fotoperiodista de uno de los escasos diarios que la dio, el The Morning Call, con 170.000 ejemplares de tirada, explica (3) que defendió publicarla porque la posición de aquél cuerpo que parece extraña e ingrávidamente congelado en el aire aislado de cualquier referencia con el suelo donde acabará reventado cuando contra él se estrelle, le transmitía «elegancia», «tranquilidad» y «quietud». Es decir: porque la «plasticidad» de la imagen limaba el terror de su muerte explícita y violenta. Esto es crucial: la imagen era, para el contexto dramático en la que aconteció, «amable» y, como pudo confirmarse después a partir de la revisión de toda la secuencia capturada por Drew, ese era, de hecho, el frame en el que el cuerpo aparecía «mejor compuesto», según los cánones del arte, porque en otras tomas, en su anárquico girar por el aire, aparecía deslavazado y caótico. Pero, aún así, su publicación provocó tal catarata de indignación entre sus lectores que el periódico renunció a volver a usarla.

Foto: Thomas Hoepker / Magnum

Lo que estaba detrás del rechazo era, en realidad, el repudio al suicidio, tan extendido en la ultrareligiosa sociedad americana. De hecho, cuando periodistas llamaron a la oficina forense intentando conocer el nombre del hombre en el aire, respondieron que nadie había saltado de las torres sino que todas ellas, como en un acto no voluntario, habían salido «despedidas» al vacío. La no publicación de las imágenes de ciudadanos saltando de las torres invisibilizó su muerte porque su forma de morir era «indebida» y moralmente «molesta» para los preceptos religiosos. (Al igual que, para la conciencia americana, podía ser tan molesta la imagen del fotógrafo de Magnum Thomas Hoepker en la que se ve a cinco jóvenes disfrutando de la hermosa mañana soleada con el World Trade Center ardiendo espantosamente ante ellos que, de hecho, Hoepker se autocensuró la publicación de la imagen durante 5 años, hasta 2006. Esos jóvenes que pueden simbolizar un país que sigue con su vida ajeno a la matanza, «¿están horrorizados o disfrutan del espectáculo?», se preguntó hace años un observador español. Una pregunta demasiado insoportable para la conciencia americana de aquellos días.

Si las similitudes iconográficas entre la gran nube alzada sobre las Torres Gemelas y la que flotó sobre Pearl Harbor a raíz del ataque de los japoneses que derivó en la entrada de Estados Unidos en la II Guerra Mundial -a John Berger, la nube de Manhattan lo transportó hasta otro icono de la última gran contienda, la seta atómica de Hiroshima y Nagasaki (4)– así como la de tres bomberos neoyorkinos alzando la bandera americana sobre las cenizas humeantes del World Trade Center establecía una clara correspondencia visual con la que Joe Rosenthal tomó en febrero de 1945 en la cima del monte Suribachi durante la cruenta batalla de Iwo Jima en la que varios soldados norteamericanos clavan su bandera de victoria en un símbolo de la victoria y de la revancha sobre Japón, esas imágenes tendían y actualizaban los lazos visuales patrióticos del imaginario norteamericano con la tragedia de las Torres Gemelas, lo que hacía la ocultación de las identidades de quienes se precipitaron al vacío era vincular su anonimato con la idea del Soldado Desconocido. Así pues, el relato visual mayoritario del 11S anclaba sus raíces en las mayores apelaciones al belicismo y la contienda de la historia iconográfica de América.

Bombardeo de Pearl Harbor
La nube humeante provocada por los atentados del 11S de 2.001 en Nueva York
Bomberos izan la bandera americana en la Zona Cero.
Foto: Joe Rosenthal

Esta superposición de imágenes tomadas en diferentes periodos pero con el mismo sentido -«intericonocidad», llama Chéroux a ese vínculo- siguió recorriendo las terribles «secuelas» del 11S hasta adquirir un paralelismo siniestro. Cuando se difundieron las imágenes de los prisioneros árabes torturados en Abu Ghraib, algunos observadores como Stephen F. Eisenman (5) detectaron en la «puesta en escena» de las torturas rasgos distintivos de la fórmula del pathos helenístico de la que -al igual que el «hombre del aire» parece entregarse dócilmente a su muerte- podría deducirse que las víctimas de las torturas aprueban su propio abuso, pues según la «herencia almacenada en la memoria» que esas imágenes contienen, los vencedores aparecen como omnipotentes y los vencidos como abyectos subordinados dueños de una supuesta bestialidad que hay que castigar -justificadamente- con una violencia brutal.

Ninguna imagen cruel escapa a los procesos -intencionados o inconscientes- de su estetización ni al riesgo de extraer goce estético de las escenas de dolor. «Encontrar belleza en las fotografías bélicas parece cruel. Pero el paisaje de la devastación sigue siendo un paisaje. En las ruinas hay belleza», escribe Sontag antes de citar inmediatamente las «hermosas» imágenes de la Zona Cero que tomaron Peress, Meiselas o Meyerowitz, pues la tendencia estetizante de la fotografía es tal que, concluye Sontag, «el medio que transmite la angustia termina por neutralizarla» (6)

Ruinas en la Zona Cero / Alexandre Fuchs / AFP

Pues con las fotografías de las torturas en Abu Ghraib no hablamos tanto de «belleza» como de sus conexiones desde con la performance, pues hay imágenes muy duras de Robert Mapplethorpe o de David Lynch que conectarían perfectamente con otras terribles, por reales, de Abu Ghraib, y de sus vínculos con otros periodos y géneros más de la historia del arte. Aunque lo de menos sería establecer genealogías: cualquier imagen puede desatar hoy tantos paralelismos como nos permite rastrear la infinitud de los archivos.

Efectivamente, no se trata de surfear por la epidermis de las semejanzas visuales. Se trata de subrayar cómo las imágenes, inevitablemente, se despegan de su uso y su funcionalidad originales -que son suplantados por otros, según el modo en que son re-apropiadas- y, como pájaros extraviados que anhelan la bandada, buscan espontáneamente su asociación con otras imágenes, al margen de su significado. La foto del cadáver del Che Guevara distribuida a su muerte en 1967 inicialmente solo informaba de la muerte del mítico guerrillero, pero su iconografía fue asociada luego por John Berger con la de los cuadros «El Cristo muerto», de Mantegna y con «La lección de anatomía del profesor Tulp», de Rembrandt. De repente, como señaló Susan Sontag (6), la imagen del cadáver del Che Guevara mostró una enorme potencialidad «para ser despolitizada, para convertirse en imagen atemporal». Pasa a ser un autónomo objeto estético que, al margen de su significado original, se vinculada con otras imágenes como tales objetos estéticos.

Imagen del cadáver del Che Guevara / AFP PHOTO / STR
«La lección de anatomía del profesor Tulp», de Rembrandt

Así, el hallazgo de las conexiones entre las fotografías de las torturas -en principio, tomadas como documentación interna o fetiches visuales para deleite interno de los torturadores y cuya difusión pública no estaba prevista- y los referentes artísticos que las sostienen nos certifican cómo la barbarie se nutre y atraviesa la historia del arte y se alimenta de ella para ocultarse. Incluso alterando el sentido de los originales, como ocurre con los grabados y dibujos de Francisco de Goya, como «Víctima de la Inquisición», de entre 1810 -1814, concebido como condena de las torturas y que un fotógrafo anónimo de Abu Ghraib repica -la imagen del prisionero conocido como Gilligan, de 2003- para todo lo contrario: para consagrar la imposición de un dolor extremo . Esa es la perversa inversión que producen las imágenes de Abu Ghraib: tomar los referentes estéticos y formales de obras de Picasso, Goya o Ben Shahn para desactivar su denuncia erotizando la tortura y simulando la complicidad de las víctimas en unas fotografías que intentan disfrazar su crudeza estetizando su puesta en escena.

Víctima de la Inquisición / Francisco de Goya 1810 – 1814
Tortura del prisionero conocido como Gilligan en Abu Ghraib

Nada nuevo, en realidad: que las escenas de violencia se representen como algo potencialmente placentero para sus víctimas es, sostiene Eisenman, más bien la «norma general» de la cultura occidental y recorre la Historia del Arte, comenzando con la imagen fundacional de la cultural occidental judeocristiana: la crucifixión de Cristo representada con una intensa belleza. O como hizo Sodoma, en su San Sebastián (1531) combinando «la belleza de un Hilas griego con el sentimiento cristiano del martirio», consagrando una narrativa que conjuga la expresión del dolor y el sufrimiento con el pathos más erótico. Sentenciado por Walter Benjamin: «Jamás se da un documento de cultura sin que lo sea a la vez de la barbarie».

Sodoma / San Sebastián / 1531

Una larga lista de obras de arte de ese tipo -actualizadas por la cultura de masas de los últimos 50 años, desde las películas de James Bond a las de Tarantino- han construido una imagen frívola, incluso cómica o cuando menos idealizada, de las víctimas de padecimientos o torturas que, emulando la resignación de Cristo, nos son presentadas acatando su tormento de modo que el torturador, en el imaginario popular, sea visto como el necesario instrumento divino imprescindible para el milagro de la salvación. Lo que las fotografías de Abu Ghraib habrían hecho, incluso sin necesidad de recurrir conscientemente a la historia del arte como fuente directa y específica pues las imágenes, sostiene Eisenman, también derivan «de la memoria y la experiencia», es teatralizar y poner en escena de tal modo las prácticas de tortura que estas se habrían diluido visualmente en la gran tradición iconográfica del melodrama y el patetismo que cosifica a las víctimas y expande una ideología de amos y de esclavos y recrea estéticamente los rituales de la «pasión doliente» de una forma estéticamente enraizada en nuestra tradición artística.

Un discurso del arte atraviesa la barbarie.

Y la barbarie es atravesada por la historia del arte.

  1. Clément Chéroux / Cuando las imágenes tocan lo real / Círculo de Bellas Artes de Madrid
  2. Susan Sontag / Ante el dolor de los demás / Debolsillo
  3. 9/11: The Falling Man / Henry Singer / 2006
  4. De Hiroshima aux Twin Towers / Le Monde Diplomatique / 2002
  5. El efecto Abu Ghraib / Sans Soleil Ediciones / 2014
  6. Sobre la fotografía / Susan Sontag / Edhasa

El 11-S, Abu Ghraib y la fotografía

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