Sobran imágenes. Consumida y olvidada instantáneamente en la Red la fotografía, convertida en olvidable pasatiempo, puede dejar de ser un arte de la Memoria

Turistas en la Acrópolis / Foto: Martin Parr

La hiperproducción, la omnipresente ubicuidad de las pantallas, la expansión viral, una suerte de nueva capacidad, concedida por las redes sociales, para “vivir por su cuenta y replicarse a la manera de un virus mutante” (Juan Martín Prada), está convirtiendo a las fotografías en una especie de mera coloración decorativa, de fútil pero entretenida ilustración, cromo y pasatiempo, que nos convierte automáticamente a nosotros, sus espectadores, en los nuevos “turistas del ver”. Circulando atropellada y salvajemente por la Red, las fotografías son hoy una forma ciega del embotamiento. Convertidas en consumibles devorados en lo que dura un parpadeo, las imágenes son “domesticadas”, desactivadas de su “locura” y “privadas de la verdad”, al decir del nuevo gurú de los tiempos líquidos, Byung Chul-Han. Sobran imágenes. El “calentamiento global” de la fotografía está exigiendo una urgente y severa ecología.

Rendidos a la claudicación hipnótica de no poder dejar de ver, el culto a la urgencia en una sociedad “enferma de tiempo” (Debray) nos escupe oleadas incesantes de imágenes que pasan por nuestros ojos como relámpagos de una acelerada filmina. Si el tiempo medio de contemplación de un lienzo en un museo –un lienzo prestigiado colgado en un lugar declarado un altar de la cultura al que nosotros tenemos que acudir, y pagar, en un acto calculadamente organizado- ha descendido ya a una media de 9 segundos por cuadro, ¿cuánto tiempo nos detenemos ante una fotografía aquí, donde todo es gratis y aceleradamente cambiante?  

Turistas en Perú / Foto: Martin Parr
Jóvenes monjes contemplan la pantalla de un teléfono móvil en un monasterio budista de Myammar

Foto: Juan María Rodríguez

Convertidos todos en productores de imágenes, ¿quién las mirará si todos estamos permanentemente ocupados en producir nuevas imágenes? Si lo digital, con la prepotencia y el dominio de su capacidad de regeneración ilimitadamente inagotable,  ha enterrado aquella idea esencial de que solo se fotografiaba lo importante, lo valioso, lo que merecía la pena recordarse para aturdirnos ahora con esta ordalía de imágenes tan incesante como, en general, perfectamente olvidable, ¿correrá la fotografía el riesgo de dejar de ser un arte de la memoria?

A partir del hecho de que, desde 2015, los teléfonos móviles, en modo “live”, son capaces de grabar un segundo y medio antes y después de tomar una imagen, confundiendo a la fotografía con el vídeo, Ingrid Guardiola reflexiona: “Quizá haya toda una generación, y las venideras, que no hará distinciones relevantes entre imágenes fijas e imágenes en movimiento”. Del congelado “instante decisivo” al continuo instante actualizable, vivo.

La confirmación –hace bien poco, con los incendios del Amazonas- de que consumimos numerosas informaciones ilustradas con fotografías que no tienen nada que ver con los hechos que nos cuentan pues fueron tomadas otro año, en otro lugar, en otro incendio, ratifica la tendencia creciente -asumida incluso por la prensa, que ha desmantelado o precarizado hasta la agonía a sus secciones de fotografía- de usar las imágenes como irrealidades funcionales que traicionan el viejo mandato de ser verdad, ciertas. Hoy las imágenes circulan como cromo, estampa y pasatiempo. Sin duda, las crecientes prácticas negligentes o espureas de la prensa y la delirante barra libre de las nuevas redes informativas  ajenas a cualquier control de autoría, pago y calidad, están asestando un golpe mortal a la vieja visión de la fotografía como Verdad, Documento y Memoria. La imagen, más que nunca, hoy es una forma de ilustrar y distraer que, sin embargo, “no muestra”, al decir de Regis Debray.

Efectivamente, vemos sin que nos muestren.  Deslizamos el dedo por Instagram -60 millones de imágenes al día, una inmensa mayoría dominada por la dictadura falaz de autorepresentarnos felices: “Instagram es el realismo socialista de nuestro tiempo porque representa la imagen de personas felices”, nos alumbra Adam Curtis- y en la borrachera visual, efectivamente, apenas vemos nada, pues “mostrar” requiere algo más que intencionalidad: exige también, del receptor, tiempo. Tiempo para ver.

Turistas en la India / Foto: Juan María Rodríguez

Clic autopromocional que, en su búsqueda del aplauso (el like) contribuye extraordinariamente a la estandarización de la mirada pues copia patrones visuales de éxito, las imágenes circulan por la Red sin más ambición que autorepresentarse y consumirse a sí mismas, per se. No mostrar, sino “ser imagen”: la fotografía se adapta bien a ser un consumible fraternalmente avenido con la fosforescencia adictiva de la pantalla en red. Se trata de alimentar una nueva forma social del “estar”: mirar. Políticamente, un narcótico que induce la inacción social.

Al Big Bang de ese colapso visual también hemos contribuido, y no poco, una legión de aficionados que, a instancias de la democratización de un arte mecánico que te convierte en fotógrafo al instante de comprarte una cámara, contribuimos lo nuestro a engordar la furia de las imágenes haciendo desembocar en ella nuestro flujo.  Básicamente, a cambio de satisfacer la vanidad y vivir la ficción de una vida –ser fotógrafo- que no es la nuestra. Nada humana ni severamente condenable, por supuesto, pero que tiene ciertas consecuencias, pues el colapso de las fotografías, que producidas en este volumen descomunal están condenadas a ser vistas en el olvido de un instante, tiene en la fugacidad de las pantallas el perverso efecto acumulativo de igualar a todas las fotografías… a la baja.

Hoy, la fotografía es, más que nunca, instantaneidad y muerte. Destello y sombra. Resplandor y fugaz apagamiento. Una mera transitoriedad que se agota en la Red antes de que pueda tomar conciencia de sí misma. Y nosotros de ella.

Y esto tiene consecuencias también en las órbitas profesionales y mercantiles. Todo el mundo accede hoy -gratis- al escaparate permanente de una gran pastelería que produce sus bizcochos non stop y permanece siempre abierta. Siendo esto así, ¿por qué tenemos que esmerarnos en la selección, la edición y el pago de unas imágenes que, de todas formas, van a ser consumidas como un tarro inagotable de gominolas por un público glotón que, agolpado ante el cristal, se ha acostumbrado a devorarlas con una gula ciega e indigesta? ¿Por qué habría de pagarse como un trabajo profesional por algo que ya está al alcance de cualquiera y que otro puede hacer más barato -e incluso gratis- sin que su reducción de calidad parezca importarle mucho a un público global que a) zampa y mastica el hueso que le echen pues carece de cultura visual y b) apenas se detiene ante la imagen y solo alcanza a valorar su funcionalidad como mera ilustración. Si todos somos productores de imágenes en libre y caótica circulación, el llamado “sector profesional” se irá disolviendo, convirtiéndose en ambiguo e inespecífico, pues todos, de algún modo, pertenecemos ya a él.

Más aún ¿para qué preservar las imágenes, si es evidente que este frenesí visual es “inarchivable” no solo por su volumen descomunal, sino, de entrada, a causa de la propia obsolescencia y la caducidad de la carcasa digital que, como en un acto de justicia poética, concede a las imágenes que almacena tanto cobijo como un  pronóstico seguro de deterioro y muerte?  Todo estos factores, más algún otro, conspiran contra los, hasta ahora, sagrados preceptos de de Calidad, Profesionalidad, Archivo y Memoria.

En el destronamiento del Viejo Orden de la Cultura Analógica -que desata tantos entusiasmos ante el desconocido porvenir como neofobias- aún ignoramos qué nuevos valores y criterios suplantarán a los antiguos y cuántos sacrificios habrá de hacer el sector -como ha hecho el de la literatura, en el que numerosos autores han pasado en poco tiempo de poder vivir de sus ventas y su prestigio a no poder publicar su manuscrito- para sobrevivirse a sí mismo. Y en qué condiciones. Por ahora, lo cierto es que el mundo de jerarquías fotográficas anteriormente conocido, ha fenecido.

Chico mirando una pantalla. Foto: Anónima

Si no somos capaces -salvo los que, como imprevistos arcángeles custodios, los están adquiriendo en eBay para evitar que se esfumen definitivamente por el desagüe digital- de salvar los patrimonios analógicos que hoy recogen la vida de un mundo que ya no existe, ¿qué va a pasar con el volumen estratosférico de las imágenes que se están tomando ahora? ¿Qué ambición profesional, qué compromiso, puede tener hoy un fotógrafo que se enfrente a la desesperanza de tener la certeza de saber que su trabajo no va a ser absorbido por una industria cultural  económicamente paupérrima que relativiza su trabajo y adelgaza su valor engulléndolo en el río de lava que incesantemente escupe el gran volcán de las imágenes?

Y, como pregunta general, ¿para qué tomamos y, sobre todo, compartimos este alud de imágenes si, puesta en duda su utilidad, a menudo su calidad y descartada su supervivencia, solo parecen servir para alimentar al mismo monstruo que, tras casi haber estrangulado a la fotografía como profesión y negocio, acabará devorándola en este delirante ejercicio de canibalismo visual en el que, parpadeo a parpadeo, hemos convertido a nuestro mirar, atrapado en las pantallas, en un intrascendente y compulsivo turismo del ver?

Turistas del ver
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4 pensamientos en “Turistas del ver

  • 30 enero 2020 a las 23:44
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    Muy bien expresado el conjunto de problemas que son consecuencia de la inabarcable producción sin criterio, la saturación de imágenes y el consumo compulsivo de ellas que hoy tenemos por costumbre los usuarios de tecnología.
    ¡Enhorabuena!

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  • 31 enero 2020 a las 10:39
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    ¿por qué tenemos que esmerarnos en la selección, la edición y el pago de unas imágenes que, de todas formas, van a ser consumidas como un tarro inagotable de gominolas por un público glotón que, agolpado ante el cristal, se ha acostumbrado a devorarlas con una gula ciega e indigesta?

    Me quedo con estas lineas, son rotundas. En general unas reflexiones magnificas de los tiempos que nos están tocando vivir, unos tiempos absurdos y consumistas fuera de todo raciocinio. Enhorabuena por el articulo.

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