Los fotógrafos publican la edición definitiva de sus trabajos sobre la playa, tan distintos como complementarios

Me lo imagino –estiloso, elegante, alto- arrastrando su blanca melena leonada por las tórridas arenas y las dunas del Cabo de Gata, cargando con su Rollei de medio formato, confortable y respetado empleado de banca reconvertido por unas horas en un pícaro y extravagante voyeur de playa de cacería avanzando penosamente sobre la arena.

A primeros de los 70, Carlos Pérez Siquier (Almería, 1930), el mismo que ya había documentado en riguroso blanco y negro los miserables tiempos de silencio del franquismo en la marginalidad gitana de La Chanca, abraza definitivamente el color  -en el que, hacia el 63, ya había buceado sin bombona para registrar las vivas geometrías de las casucas de La Chanca y el vivísimo cromatismo de sus calles y sus desvencijadas fachadas e interiores- en otro de esos gestos de la rebeldía que han signado su vida y su trabajo. Cuando todos los cardenales, desde Cartier-Bresson o Walker Evans a Paul Strand, evangelizaban contra el uso del color estigmatizándolo como un pecado de alta traición y vulgaridad, a Carlos Pérez-Siquier se le ocurre irse a un espacio sin demasiado prestigio cultural –la playa, ese reducto del relax, el mal gusto y la trivialidad que solo será reivindicado por la contemporaneidad- cargando el sacrosanto medio formato con la herejía de una película de chirriantes colorines. Doble mortal.

Foto: Carlos Pérez Siquier

Por entonces -1972, inicio del trabajo- Carlos Pérez Siquier no sabe quién es Rohtko, no ha oído hablar de John Kacere, no sabe nada del hiperrealismo americano que flirtea con el kitsch y no tengo seguridad de cuándo conoció el trabajo de William Klein en Coney Island, que en cualquier caso es del 79 y fue tomado tras la barrera de un tele y no a bocajarro de sus bañistas, como Carlos disparó el suyo. Simplemente, y como siempre ha hecho, se deja llevar por su intuición de hombre intensamente azul, mediterráneo. Un hombre que respira y ama la playa acudiendo a lo que siempre fue su paraíso privado con una cámara. El primero de sus bañistas, él mismo célebre en la ciudad por sus aires de americano, podría ser él. Y así, operando con naturalidad sobre una base documental, pero convirtiendo a la fotografía documental en una aventura experimental y con la despreocupada tozudez de los artistas esquinados y periféricos que se sienten libres porque llevan toda su vida ignorados, durante una década va acumulando teselas de su gran puzzle playero, pues “La Playa”, y esto es importante resaltarlo, es el resultado del primer motor que mueve la creación verdadera: la obsesión de un fotógrafo que, sin haber sentido nunca la necesidad de intelectualizar su trabajo -lo que no significa, en absoluto, que no actúe a impulsos de una gran cultura- sí que sabe perfectamente lo que anhela y lo que busca. Y lo persigue durante 10 años hasta encontrarlo.

El año pasado, hace unos meses, el Centro Pérez Siquier, tras digitalizar 850 dispositivas, publicó por primera vez un libro que recoge solo 1/3 de esa obra, la mayoría inéditas: el hecho de que “La Playa”, haya tardado 40 años en publicarse autónomamente como libro no habla muy bien ni del paupérrimo ecosistema editorial ni del arbitrario aparato crítico de la fotografía española de la época que se tomó su tiempo para bendecir un trabajo que se llegó a etiquetar como «fotografía de viaje». Visto con esta perspectiva, al fin podemos valorar el empeño como uno de los proyectos más creativos, gamberros y subversivos de la Historia de la Fotografía Española, pues sin que nadie lo supiera entonces, Carlos Pérez Siquier, burlándose de su rigor mortis, estaba dinamitando la mayoría de las reglas formales del canon fotográfico de su tiempo.

Foto: Carlos Pérez Siquier
Foto: Carlos Pérez Siquier

En “La Playa” (Edición del Centro Pérez Siquier, 2019) y como bien observa Andrés García Ibáñez, vemos claramente como primero CPS, avanzando tibiamente desde lejos, nos sitúa en el paisaje y el contexto para ir progresivamente abalanzándose sobre sus presas bien de cerca hasta que, ampliando la lupa de su Rollei como si de un potente telescopio se tratara, acabar centrándose en una bacanal de detalles fragmentarios –culos, pubis, muslos estriados, licras bajo las que estallan fosforescentes barrigones, ordalía de varices y celulitis, cuerpos seccionados, cabezas decapitadas…- y todo un festival de fragmentos hiperrealistas que, sin embargo, su cámara convierte en expresiones delirantemente abstractas y rabiosamente pop. Lo kitsch está muy cerca.

Irónico, mordaz, a veces sátiro, impudoroso mirón del cuerpo femenino –cuántas veces me he reído escuchándole decir a Carlos Pérez Siquier, un hombre educado en la postguerra más represiva, moralista y beata, que él siempre hizo fotos “para poder ligar”- CPS trufa su celebración de la carne tostándose al Sol, tanto exaltando la belleza como otras veces neutralizando la sensualidad de los cuerpos en tomas de una deliberada vulgaridad que los deserotizan por completo, como diciendo: esto, despojada del disfraz y el glamour de los vestidos, es lo que queda de la carne cuando se abandona casi desnuda al untuoso mejunje de las cremas solares expuesta en su zafiedad, su orondez y su cochinada. Pero, por encima de todo, lo que manda es la construcción formal -esa ordalía de triángulos, de neutras colisiones de color vistas como un puro expresionismo abstracto…- y la búsqueda inquisidora de lo que, de fotográfico, pueda tener la superposición de un bañador azul o turquesa con una toalla amarilla.

Foto: Carlos Pérez Siquier
Foto: Carlos Pérez Siquier

Junto a sus icónicas capturas de esas valkirias nórdicas abandonadas al sensual descubrimiento de la mística del solaz, vemos imágenes –cuerpos cubiertos por toallas o sábanas blancas que parecen inquietantes cadáveres abandonados sobre la arena; un niño dormido sepultado bajo otra tumba de arena- que hurgan y airean en lo que de siniestro también puede tener el ocio playero conectando con el espíritu de otro factor que en la obra de CPS no se destaca demasiado: el surrealismo. Y ahora que podemos analizar globalmente el trabajo, ratificamos que bajo ese festival del colorín se cuela a menudo una sombra de tristeza: la certeza de que sombrillas, hamacas o bañadores, morirán todos en invierno.

Crónica de la embestida con la que el turismo, aireando las tetas, los culos y los pubis, violentó unas playas paradisíacas anunciando la masificación que vendría luego, pero que al mismo tiempo revolucionó y liberalizó el espacio público de aquella España tardofranquista, hay tanta ansia de libertad y tanta transgresión en la mirada de CPS que yo diría que “La Playa” además del inventario de un evidente cambio sociológico, es un trabajo que oculta, bajo su falta de explicitez, una formidable carga política. Por supuesto y nuevamente, en España este trabajo -aunque no tanto como suele decirse, pues ya se publicaron algunas imágenes en el Everfoto de 1976, comenzó a ser expuesto aún fragmentariamente por la Caja Postal de Barcelona en el 84 y en el 87 viajó a Montpellier para un festival en el que CPS cohabitó con Meyerowitz o Fontana- fue ignorado o muy poco atendido por el nuevo y joven mandarinato fotográfico español que se impuso a mitad de los 70 ejecutando un «ajuste de cuentas» que cortó todo lazo umbilical con el pasado del que Pérez Siquier provenía. Ése es el silencio interior que en España le ha costado a CPS alguna década de injusto ostracismo.

De modo que, y aunque extractos del trabajo rodaron en la antología de “Cuatro direcciones” (1991) o, sobre todo, y al fin, en una digna exposición global sobre su obra a cargo de La Caixa (1996), como siempre en Carlos tuvo que ser el exterior, exactamente Martin Parr -con el que Pérez Siquier coincidió en el mismo interés por la playa sin saberlo- quien en 2007 incluyó sus imágenes de costa entre las de 5 grandes fotógrafos europeos seleccionados para su “Colour before color” en la Hasted Hunt Gallery de Nueva York reivindicando la anticipación de su trabajo y consagrando internacionalmente el proyecto de  este sorprendente, inacabable, travieso, visionario y extravagante francotirador de Rollei y bañador.

Foto: Juan Manuel Díaz Burgos

Extrañamente unidos por una relación antípoda –empezando por la geográfica: de las playas atlánticas, abiertas, populistas y festeras de Cádiz a -en el otro pliegue de Andalucía- las mediterráneas de Málaga, hispánica atracción para el libérrimo cosmopolitismo europeo o las cavernícolas calas de Almería, por entonces refugio de solitarios bañistas- los trabajos en la playa de Pérez Siquier y Díaz Burgos se me antojan un mutuo reverso partiendo de la base de que, ya de entrada, ambos rastrean sus playas como entrometidos detectives armados con cámara y de que ambos afrontan el reto fotográfico, tan kamikaze, de operar contra la dictadura lumínica de los días abrasadoramente plenisolares.

Si Carlos Pérez Siquier cierra el foco y va al pictórico impacto del color, Juan Manuel Díaz Burgos (Cartagena, 1951) lo abre para convertir a la playa en una novela o una coreografía coral de arena y agua. Color contra blanco y negro. Focal cerrada frente a otra más amplia que suele añadir a la imagen más tensión. Una imagen generalmente detallista y apretada frente a otra en la que, no siempre pero a menudo, se superponen diversas historias recogidas en planos simultáneos contextualizados por el amplio atrezzo del agua y el cielo, esa bóveda que en Siquier aparece, pero no tanto. Relámpago pop frente a depurado relato costumbrista. Sensualidad y voyeurismo lujurioso frente a un registro forzosa y deliberadamente más casto, pudoroso y familiar. Contundentes imágenes tomadas sólidamente a ras de arena (Siquier), frente a las más caóticas, inestables y líquidas de quien (Burgos) también alza su cámara sumergiendo los pies en el agua. Y, sin embargo, pese a este contraste de aparentes opuestos antagónicos ambos, Siquier y Burgos, operan como fotógrafos documentales persiguiendo imágenes de una destilada construcción formal. Cada cual a su modo.

Foto: Juan Manuel Díaz Burgos
Foto: Juan Manuel Díaz Burgos

Fotógrafo vitalista con ojo de antropólogo y un padre de familia al que no le gusta la playa pero que se ve forzado a ir a ella para acompañar a sus hijas pequeñas, Juan Manuel Díaz Burgos convierte una obligación en una oportunidad y, fiel a su mirada humanista, descubre en sus veranos en Rota (Cádiz) que la playa es un retablo muy español que todavía -por entonces- engrasaba el vínculo intergeneracional, ese espacio de juego y ocio que unía al abuelo con la nieta en el traqueteo de saltar juntos una ola común. Vista por él como un gran teatro, la playa es el último escenario de una España familiar de meybas, enormes neumáticos reconvertidos en negros flotadores, bañadores de chillones estampados, pililas infantiles que mean sin complejos en primera línea de agua o señoras provectas que entran en el mar prudentemente aferradas a una cuerda porque no saben nadar. Y como para subrayar que esa España popular y cañí, último estertor de la de los años 60, está agonizando delante de su cámara compacta, él la registra en un blanco y negro que hoy contemplamos como la crónica de un tiempo extinguido.

Pero el afán sociológico que suele acompañar el trabajo de Díaz Burgos está penetrado por la perspicacia, aquí, doblemente brillante pues Juan Manuel, obligado por la discreción y el movimiento oscilante de las olas (porque él fotografía a un palmo de las brazadas de sus nadadores) dispara rápidamente alzando la cámara “a ojo” o como se suele decir “a ciegas”, haciéndolo con una visión formalista que nos regala complejas composiciones de una extrañeza surrealista. Así, la maravillosa foto de la pistola; la hipnótica de la masa de un tobillo posado sobre el agua en primer plano que compone otro surreal juego de volúmenes con la diminuta figura de un surfista equilibrando el plano muy al fondo o  la de esa pareja cuyas piernas, descansando la una sobre la otra, yacen amorosas  al borde de la orilla vigilados por la irónica cabeza de un  fisgón flotador de pato…

Foto: Juan Manuel Díaz Burgos

Hay juegos, ironía, colisiones de volúmenes, detalles mordaces, delicioso fisgoneo de parejas en trámite del cortejo, amorosos abrazos sentimentales a pie de orilla, abstracciones realistas –ese pie sobre un enorme flotador negro que parece descansar sobre un marea acuosa; un dedo que irrumpe en el encuadre como queriendo penetrar la oreja de un señor cuyo rostro en primer plano a la derecha vemos incompleto: es decir, dos fragmentos de una realidad que se nos da absurda e incompleta- imágenes de una soledad abrumadora pues la playa también es ese espacio en el que uno puede disolverse en el vacío de la inmensidad del agua, tirabuzones, anómalos antebrazos escayolados emergiendo del agua, saltos de chiquillos que componen borrosos y relampagueantes desequilibrios de volúmenes en el agua, otoñales y redondas crasitudes de la carne que abrigan el refugio de los nietos… Frente al estatismo conceptual de un Siquier, el dinamismo interior de las imágenes de Díaz Burgos, quien leal al motor humanista de su trabajo, y a su placer por el género, no puede evitar concluir “Historias de playa” con una serie de retratos de bañistas porticados por el célebre del señor de las enormes gafas de buceo incrustadas en el rostro que, incendidas por el reflejo del Sol, parecen iluminadas como si fueran el gigantesco y resplandeciente ojo de un cíclope fantástico. La forma transparente que tiene Díaz Burgos de excavar el transfondo irreal que toda realidad esconde.

Foto: Juan Manuel Díaz Burgos

Al fin disponible en una edición de autor definitiva, pues el trabajo solo había gozado hasta ahora de ediciones parciales, “Historias de playa” -que se convirtió en un «clásico automático» desde que se colgó por primera vez como colección en Cartagena en 1993- subraya desde el título el carácter narrativo de un trabajo que oscila entre la fotografía humanista y la construcción más formalista para componer el gran fresco de cómo era la España popular de finales de los 80 a principios de los 90, desplegada en cueros o en bañador sobre ese gran teatro costero que siempre fue, y será, una playa.

Sería estupendo poder ver juntos y contrapuestos estos dos trabajos tan distintos como complementarios.

Reportaje con Pérez Siquier para el programa «Al Sur», de Canal Sur TV, realizado por mi en febrero de 2017.
Reportaje con Díaz Burgos para el programa «Al Sur», de Canal Sur TV, realizado por mi en septiembre de 2016.
La playa, según Pérez Siquier y Díaz Burgos
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2 pensamientos en “La playa, según Pérez Siquier y Díaz Burgos

  • 31 julio 2020 a las 20:58
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    He disfrutado y aprendido leyendo el artículo. Rigor, conocimiento y delicia en la lectura. ¡ gracias!

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