Sergio Larrain usa la borrosidad y la imprecisión para desvelar el corazón enigmático que toda realidad esconde

Foto: Sergio LARRAIN / Londres, 1959 / © MAGNUM PHOTOS

Ahora que vuelve el granulado, la trepidación y el desenfoque, esas artimañas fotográficas históricamente asociadas al pictorialismo que Takuma Nakahira, el fundador de Provoke, ya consideraba en 1970 que eran “un motivo decorativo», me detengo ante esta imagen de Sergio Larrain tomada en Londres en el 59. Aunque, en realidad, no me detengo: es ella la que, al pasar yo distraídamente las páginas de una revista, me frena y me obliga a congelar en ella la mirada.
Wanderer de paso decidido en un espacio sin tiempo, ¿por qué esta figura indefinida y borrosa me resulta tan próxima y cercana? ¿Por qué, siendo tan poco realista y tan contraria a la mecánica nitidez de nuestro ojo, esta imagen me resulta tan incontestablemente cierta y verdadera?
Hay algo irónico, contradictorio, en la borrosidad fotográfica, pues es –precisamente- la indefinición, la trepidación que enturbia una imagen, la propia huella que deja la autoría del fotógrafo: en realidad, un indicio de veracidad, la prueba de que el fotógrafo estuvo allí y de que lo que vemos solo podemos verlo así a través del objetivo de su mano temblorosa, pues lo realmente engañoso es la nitidez hiperrealista que nos induce a creer que lo que vemos fue verdad, tal cual. Cuando –según sabemos bien- nunca lo fue. “La escasa legibilidad me garantiza la autenticidad de lo que se me propone”, escribió Luc Boltanski.

Si la fotografía –juego, alterándola, con una cita de Jean-Claude Lemagny- es una realidad vista a través de un temperamento, aquí hay mucho temperamento aplicado a “ese sistema de dibujo sin la mano que es la fotografía” (Lemagny). Olvidad las disputas entre pictorialistas y la reacción en su contra del nuevo realismo. No se trata de volver a discutir si la precisión y el exceso de detalle (como decía Delacroix) son lastres para la fotografía o de si el gusto exclusivo por lo Verdadero arruina a la fotografía hasta convertirla, según Baudelaire, en “la más mortífera enemiga del Arte”.
Tampoco lo brumoso es una condición indispensable de lo artístico ni mucho menos ese aliado –que algunos creen- consustancial a “lo poético”. Sin atreverme a definir qué es –exactamente- lo poético en una fotografía, en esta imagen de Larraín siento el latido de un poema que no puedo leer, pero que sí puedo oír. ¿Tienen prosodia las imágenes?
Nada hay más potente en fotografía que lo que no podemos ver del todo. Eso que atisbamos como un sueño o como la memoria imprecisa que nos dejó el recuerdo de una película, y cuyo puzzle sin armar que nosotros tenemos que reconstruir.
Cine evocado. Poema fotografiado. Imagen con una latente novela escondida dentro -¿quién es ese hombre que camina espiado tras la valla? ¿hacia dónde se dirige? ¿quién le aguarda en el invierno de esta gélida mañana?- noto que esta imagen me interpela como ya no lo hacen tantas, y me pierdo en su granulado y sus texturas caminando extraviado con ella en su espesura y su consistencia sumergido en su marea confusa de elementos ordenadamente contrapuestos y me doy cuenta de que esta imagen está concebida con una traza fugitiva e impalpable, como dice Lemagny de la estética del desenfoque, “al borde de la ilusión” convirtiendo a su borrosidad en la pura “materia objetiva y presente”.
Porque de esto se trata en esta imagen. De lo que se trata es de reivindicar el desenfoque, la trepidación, lo borroso –que William Klein, originalmente un pintor abstracto, catapultó como una trasgresión de un potencial enorme- no como un efecto esteticista y formalista con aspiraciones que pretenden convertir a la imagen en literatura sino como algunas de las más puras estrategias estrictamente fotográficas –grano, frotados, veladuras, intensidad, opacidades…- para trabajar sobre la materia y, vuelvo a Lemagny, “sobre el corazón enigmático de toda realidad” caminando, como el paseante de Sergio Larrain, sobre el vaporoso y fugitivo temblor de un misterio en dirección hacia lo abstracto.

Elogio del temblor
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6 pensamientos en “Elogio del temblor

  • 2 febrero 2020 a las 19:59
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    Me ha gustado mucho tu análisis (quizás un poco denso para mis conocimientos). Me atrae mucho más lo que se insinúa que lo que se explicita y esto , que es algo que tengo clarísimo en la fotografía de desnudo, ni me lo había planteado en el resto de la temática fotográfica llegando, incluso, a estar obsesionada con la hiper nitidez. De tu análisis saco en claro que tengo que bucear en la indefinición y ver qué encuentro por ahí! Gracias!

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    • 2 febrero 2020 a las 20:15
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      Hola, Pilar, gracias por tu comentario. Sí, lo que se insinúa suele ser siempre -salvo en el fotoperiodismo, claro, y aún con matices- más atractivo que lo que se muestra. Feliz viaje a la indefinición, nadar en la borrosidad es confuso -¡no se ve nada, je, je!- pero quizá te descubra el gran poder poético y sugestivo de la fotografía. Lo que no significa no ser realista cuando lo que toca es ser realista.
      Saludos
      Juan

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  • 3 febrero 2020 a las 11:30
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    Creo que tus palabras acompañan muy bien este viaje brumoso –a veces– de la mirada, esa indefinición mental que nos permite percibir cosas, seres y objetos no visibles si no es con un corazón permeable y permisivo. Gracias

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    • 3 febrero 2020 a las 21:22
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      «indefinición mental», «corazón permeable». Gracias, Marie!

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  • 5 febrero 2020 a las 11:26
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    Con las fotos de Londres de Larrain me pasa lo mismo que con algunas de Christer Stromhölm, un puñado de las de su discípulo Anders Petersen y, sobre todo, con la casi totalidad de las de Michael Ackerman: me parece que estoy observando la imagen de la imagen, es decir lo que se aloja en la mente, en la memoria reciente de los fotógrafos, que no en la emulsión de la cámara. Si es sincero y honesto (y en el caso de Larrain no me cabe duda de que es así) es maravilloso.

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    • 6 febrero 2020 a las 07:37
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      «Lo que se aloja en la mente»: pura fotografía. Crear una imagen donde parecía no haber nada… salvo para quien construye imágenes por la ambición de construir imágenes. La maravilla de Larrain es que parece hacerlo de forma natural, orgánica, espontánea. Yo diría que Ackerman -me gusta mucho, pero me agota un poco: rebosa demasiada intensidad- construye y enfatiza más. Lo asombroso de Larrain es la naturalidad con la que maneja su distraído cazamariposas. Abrazo, Rafa!

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