Voyeur clandestino y obsesivo, fotógrafo rebelde y clochard, Miroslav Tichy sorprende y desconcierta con unas imágenes sucias e imperfectas con las que ha llevado el «arte povera» hasta los museos

Foto: Miroslav Tichy

Mirón de un mirón, perseguidor de un perseguidor, yo miro cómo el voyeur Miroslav Tichy, mirándolas, amaba a las mujeres. Así, tan clandestina, abundante y obsesivamente, que me pregunto: ¿es posible que haya creación verdadera sin ofuscación, persistencia y verdadera obsesión? Como ocurre con algunos compositores, Tichy te atrapa -o te repele- por el bucle de su repetición.
Mujeres. Las veo, en sus fotos, de todas clases, espiadas clandestinamente sin distinción, igualadas por él en su fantasía de fisgón que, desde el aseo de caballeros, filtra el tubo artesanal de su precario objetivo a través de las vallas para alcanzar el baño de las señoras y cazarlas: impúberes y ancianas; bellas y no tan agraciadas; a veces caminando hacia ninguna parte y, la mayoría, descansadas y ociosas. Tichy –escrito en castellano, con acento en la “y” en unos sitios. Y en otros, no- es el fotógrafo de las mujeres sorprendidas en sus tiempos muertos. Otro prosaico mirón de los decisivos instantes de nada.
Catapultado y, al mismo tiempo, engullido por la trastornada marginalidad de su vida, convertido él mismo en el poema carnal de su visual obra poética y habiendo vivido una vida tan en los límites que podríamos considerarla una «obra de arte» en sí misma, Miroslav Tichy (Kyjov, República Checa, 1926 – 2011), fue ese fotógrafo clochard que hoy celebramos como un genio que vestía con harapos y construía sus cámaras con latas de conserva. El descubrimiento tardío de su obra en 2004, 40 años después de que comenzara a tomar fotos, le concede el aura añadido de esos artistas que el mundo ignoró convirtiéndolos en malditos.

Foto: Miroslav Tichy

Formado en la academia de arte de Brünn, Tichy fue primero un pintor e ilustrador modernista. Hasta que el rígido comunismo checo neutralizó su vanguardia y lo condenó a la “reeducación” de su desviacionismo estético internándolo en centros psiquiátricos de los que regresó convertido en un vagabundo marginal. La orden, tras el golpe de Estado comunista del 48, fue expresa: prohibido pintar mujeres desnudas. Tichy no inclinó la cabeza y acabó en esos terribles «centros de reeducación» camuflados bajo el nombre de psiquiátricos. Siendo, en mi opinión, intensamente político –sin apariencia de serlo- cuando Tichy reapareció por Kyjov a finales de los 60 reconvertido en un fotógrafo excéntrico, ya había optado por convertir su propia presencia en una obra de arte de protesta: viéndose a sí mismo como un samurai, se dejó crecer el cabello y la barba y vistió severamente de luto contraviniendo la propaganda del ideal proletario comunista. Despojado de toda pertenencia, declarado un clochard anarquista, fue acosado y sistemáticamente arrestado por vagancia.
Ahí se produce definitivamente la anomalía, la perfecta cristalización del artista indeseable. Con cartones, elásticos de calzoncillos rescatados de la basura, tubos de plomo por carcasas, cristales de gafas viejas por lentes y cuerpos de cámara hechos con latas de conserva, madera y sellados con resina, Tichy deja de pintar y, como un fotógrafo del arte povera, empieza a trabajar con las excrecencias de la misma sociedad que le condena en un acto revolucionario que entraña la más radical desobediencia y negación de la industria fotográfica y su consumismo fetichista.

Retrato de Miroslav Tichy con su cámara. Autor desconocido.

Lo que sigue es una historia fantástica de tenacidad artística, resistencia revolucionaria y negación a cualquier precepto del mercado del arte que en su día lo convirtió en un vagabundo harapiento pero que hoy, paradójicamente, ha glorificado a Tichy como el paradigma de un desclasado genio naif de la estética de la imperfección y la obra concebida como un producto deteriorado y maltrecho. Durante décadas, y en silencio, Tichy vagabundeó espiando a las mujeres tomando miles de fotos -hablan de unas 100 al día- que revelaba en una ampliadora concebida a la misma altura de su cámara miserable. «Las manchas y los puntos son errores. Pero los errores forman parte de la foto. Son la poesía, la cualidad pictórica. Y para lograr eso se necesita la cámara más mala que sea posible», decía, sin ninguna pizca de no tener elaborada una buena teoría de su indigencia artística. Hasta 2004 nadie, salvo algún amigo íntimo, había visto una foto suya. Pero ese año, Harald Szeemann, un provocador comisario de arte que había accedido milagrosamente a su obra, la presenta en una Bienal de Arte en Sevilla. Y así, de la nada, Miroslav Tichy pasó de ser un tipo extravagante que tomaba fotos en las piscinas con un trasto incapaz de enfocar nada a ocupar las salas de los dorados centros de arte y a que una larga tropa de artistas -entre ellos, Nick Cave, que le escribió una canción- le acabarán dedicando una especie de cofradía de adoradores de su figura indómita y rebelde. A la vida novelesca de Miroslav Tichy, solo le faltaba ese último episodio -el cuento de la cenicienta transformada por un golpe de azar en princesa- para convertirlo en un personaje de leyenda.

Muerto en 2011 tras ser resucitado en sus últimos años de vida demenciada por grandes exposiciones y antológicas que él, indiferente, no pisó nunca, sus imágenes, vistas del natural, imantan, pero también perturban y desazonan. «¿Qué es esto»?, te preguntas al verlas, desconcertado por la inquietud de no saber, a ciencia cierta, si estás ante un sumo sacerdote del arte de la miserabilidad o ante la última superchería de la industria cultural más chic, tan necesitada de renovar periódicamente sus estanterías descubriendo nuevos genios escarbando en la basura.

Foto: Miroslav Tichy
Foto: Miroslav Tichy

No. He aquí, al fin, a un verdadero radical que niega y escupe sobre “lo fotográfico”: no solo no hay foco -disparando con esos miserables tubos ópticos no podía haberlo-, sino que aquí todo es deliberadamente robado, capturado a vuelapluma, vago, titubeante, impreciso, casual, rayado, velado, reventado de luz y presentado en pequeñas copias de aproximativo revelado igualmente casero que gustan en lucir manchas de grasa y otras intervenciones con las que él –en frontal negación de la realidad- enturbiaba aún más sus imágenes, incluso cuando intentaba definir sus figuras rotulándolas escolarmente con un rotulador o un lápiz. Estrategias intervencionistas del viejo pintor que había sido.
No hay aquí apología de la belleza. Tampoco celebración de placer alguno, como no sea el de mirar por el puro gozo de mirar en sí mismo. Pero su voyeurismo, tan tercamente centrado en el espionaje a las mujeres, puede desatar hoy un cierto grado de asco y repugnancia. Leo que dijo: “El placer es una palabra que rechazo”. Si acaso, lo que hay en sus fotos es una proclamación impúdica del vicio natural del fisgoneo que bombea el impulso subversivo de espiar a las mujeres. Su autoría es anormal. Creador perfectamente reconocible habiendo sido tan clandestinamente anónimo, Tichy opera tan dentro de la esfera de la obsesión compulsiva que toda la expo es, en sus reiteraciones, “acumulativa”. El (bello) estercolero de un diógenes que disparaba -se dice- algún centenar de imágenes diarias.

Foto: Miroslav Tichy
Foto: Miroslav Tichy


Ahistórico, Tichy opera contra el avance hacia delante del progreso y nos devuelve a un estado primigenio de la fotografía. Declarado un náufrago de sí mismo se diría que, a fuerza de querer vivir aislado de cualquier corriente estética, Tichy no tuvo más remedio que ser original por sí mismo. Hasta encontrar en su radicalidad una astuta fórmula del éxito: “Si quieres ser famoso, debes hacer algo peor que nadie en el mundo”.
¿Decidió Miroslav Tichy ser famoso a través de la indigencia?
Ni idea. Lo que sí sabemos es que hizo las fotos más imperfectas, rasgadas y sucias de la Historia. Y al hacerlas, elevó uno de los discursos plásticos también más sugerentes y subversivos de las últimas décadas. Nunca me he sentido más un impúdico voyeur, casi un pornógrafo, que mirando a través del ojo abierto, como el de un niño, de Miroslav Tichy, ese fotógrafo clochard al que no se le conocieron esposas ni novias, que nos muestra el amplio catálogo de sus borrosas figuras femeninas símbolos turbios de un deseo que, viendo sus imágenes, se diría no alcanzó a poseer nunca.

Cámara de Miroslav Tichy
Miroslav Tichy, el clochard que espiaba a las mujeres
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