La fotografía, a menudo de un modo terapéutico, ha hecho visibles las marcas de la enfermedad, ocultas para una sociedad que no quiere verlas, revolucionando la conciencia social del cuerpo y contribuyendo a normalizar el SIDA o el cáncer

La enfermedad es el lado nocturno de la vida, una ciudadanía más cara. A todos, al nacer, nos otorgan una doble ciudadanía, la del reino de los sanos y la del reino de los enfermos. Y aunque preferimos usar el pasaporte bueno, tarde o temprano cada uno de nosotros se ve obligado a identificarse, al menos por un tiempo, como ciudadano de aquel otro lugar”

(Susan Sontag, “La enfermedad y sus metáforas”)

Foto: Candy Darling, fotografiada en su lecho de muerte por Peter Hujar

“Escuché a un doctor al que ni siquiera conocía, un asaltante diurno en potencia, decirme que mi pecho izquierdo tenía que ser extirpado. De igual manera, oí mi propia respuesta: “No….”

Así, en 1982, cuando supo de su cáncer de mama, la fotógrafa Jo Spence dio un paso más allá en la indagación de su “yo social” documentando su lucha contra el cáncer en un entorno –el hospital- en el que nuestro cuerpo deja de ser nuestro. “Mi cuerpo estaba totalmente fuera de mi control”, escribió. “Fotografiar me dio una especie de poder. El poder de un observador dentro de su propia historia”. El resultado fue una de las primeras reflexiones fotográficas que, sin ambages, crudamente y a fondo, interpelaba sobre los temores y los prejuicios asociados al cáncer.

Autodeclarada fotógrafa “educativa” y no artística, Jo Spence ya había revolucionado el trabajo documental sobre el “yo” cuando presentó “Más allá del álbum familiar” en una galería de Londres en 1979. Allí, exponía al público su vida de mujer trabajadora de origen proletario que acabó “aplastada en el molde de una mecanógrafa”, su conciencia de clase y su conciencia sexual, la quiebra de su matrimonio y, en suma, una historia personal, común a tantas mujeres, que sin embargo, no aparecían en el relato de las historias sociales de la que Spence definía como “una asquerosa sociedad dividida en clases sociales”.

Pues igual la historia del cuerpo y sus tragedias, ausente de los álbumes familiares, que excluían a la enfermedad y a la muerte. Enfrentada a su cáncer, Jo Spence decidió no someterse a una masectomia y en uno de los primeros ejercicios de foto-terapia, reclamando el control de su propia imagen y negándose a retratarse como víctima, volvió la cámara hacia sí misma expandiendo el retrato del cuerpo para incluir las llegas, las cicatrices, la herida punzante que el mal traza.  Rechazando la pasividad que el sistema sanitario reclama al enfermo, Spence se presentó desnuda de cintura para arriba pero protegiendo su cabeza por un casco de motorista mirando a cámara con la actitud desafiante de quien es consciente de tener el cuerpo dañado pero quiere proteger la lucidez de su cabeza.

Tras luchar 10 años contra el cáncer, murió el 24 de junio de 1992.

Foto: Jo Spence
Foto: Jo Spence

Hay trabajos fotográficos célebres basados en la enfermedad situados al límite de lo que puede ser fotografiado con dignidad. O sin ella. Del lado de los trabajos honestos y decentes, podríamos citar varios. “Proud flesh”, (“Carne orgullosa”), la crónica con la que Sally Mann documentó la distrofia muscular de su marido Larry Mann. El trabajo, fruto de la complicidad propia de un matrimonio ya maduro, es doblemente interesante porque, invirtiendo la tradición, nos muestra, al fin fotografiada por una mujer, la belleza de la vulnerabilidad masculina, esa hombría desnuda, deforme y quebrada que, sin embargo, en los ojos de Sally Mann, resulta no solo conmovedora sino atractiva.

Foto: Sally Mann

Otras veces, la imagen se produce a instancias de un enfermo asomado al abismo de la muerte. Así fue como en 1973 Candy Darling, musa transexual de la Velvet Underground, pidió a Peter Hujar que la fotografiara por última vez, por supuesto, perfectamente arreglada, maquillada y peinada para lo que ella, dueña del lenguaje escénico, sabía que sería su imagen póstuma. Y así, en una especie de fúnebre acto performativo, disparó su cámara Peter Hujar quien, como cerrando un círculo, a su vez fue fotografiado y filmado, ya muerto por SIDA el Día de Acción de Gracias de 1987, en su habitación del Cabrini Medical Center por su amigo y colaborador David Wojnarowicz, que convirtió su cuerpo enun icono de la tragedia gay. (En su conquista de la posteridad, Candy Darling no se equivocó: su imagen en el lecho de muerte está ahora en el MoMA).

Foto: Candy Darling, fotografiada por Peter Hujar poco antes de su muerte

Otros trabajos fotográficos basados en la enfermedad nacen honestos y estrictamente documentales, pero inesperadamente son absorbidos por la mercadotecnica publicitaria que también explota a la muerte y su agonía como reclamo emocional para vender lo que sea. El caso más célebre es el de un enfermo terminal de SIDA, David Kirby, quien en 1990, a instancias de su familia y con su consentimiento, fue fotografiado en su habitación de una residencia para enfermos en Columbus por la voluntaria y cooperante Therese Frare, estudiante de Periodismo. La imagen de David agonizando entre sus familiares, que replica la dramática iconografía cristiana en su representación del último rapto de vida, fue tomada en blanco y negro y mereció el World Press Photo. Pero dos años después, Benetton, para acentuar el realismo del drama, coloreó la imagen y la difundió como morboso reclamo visual de una campaña comercial para vender ropa. La polémica que esa decisión provocó, y las campañas de boicot a Benetton, hicieron historia.

David Kirby, enfermo terminal de SIDA, fotografiado por Therese Frare
La misma imagen coloreada por Benetton como soporte de una campaña publicitaria.

Posiblemente, el cáncer y el SIDA concentran la mayor cantidad de trabajos fotográficos en torno a la enfermedad. En 1989, el mismo año que Susan Sontag publicaba “El sida y sus metáforas”, Nicholas Nixon abordaba uno de sus grandes proyectos. Consternados por las muertes de amigos y de amigos de otros amigos, Nicholas y su esposa, Bebe Nixon, decidieron mostrar por qué “la confianza médica se había reemplazado por la desesperanza mientras la asombrosa magnitud de la enfermedad empezaba a comprenderse. No había cura. La pérdida humana era espantosa y, aunque parezca increíble, la reacción del público carecía de compasión o justicia”.

Centrándose en las historias de 15 enfermos –de las que, singularmente, impactan las de Tom Moran y la de Bob acompañado de su padre, el doctor Robert Sappenfield- y sobre el patrón del retrato, Nicholas Nixon construyó un retablo de vida y muerte en el que se entrecruzan el dolor, la felicidad, la compasión, la soledad, el resplandor y la angustia en imágenes crudas, sí, pero también heroicas e incluso poéticas, que no mancillan la dignidad de los enfermos y que, pese a que también generaron rechazos y críticas de quienes creyeron que estereotipaban a los enfermos reduciéndolos al papel de víctimas que solo inspiran “lástima”, hoy podemos contemplar como representaciones atemporales del sufrimiento humano visto sin mojigatería ni sentimentalismo sino, más bien, con esa “ternura sin timidez” que Peter Galassi detectó en las fotografías.

Bob, enfermo de SIDA, abrazado a su padre, el doctor Robert Sappenfield Foto: Nicholas Nixon
Tom Moran, en su habitación de hospital, fotografiado por Nicholas Nixon

Quizá el trabajo de Eugene Smith sobre los males neurológicos causados por la intoxicación por mercurio que la población costera de Minamata, en Japón, sufrió a mitad del siglo XX por la contaminación provocada en la zona por la corporación química Chisso, sea el más dramático visto nunca en fotografía, a excepción de las atrocidades causadas por las dos guerras mundiales y la Guerra del Vietnan.

Espeluznante relato visual de las deformidades que causó la intoxicación, una imagen de las miles que tomó Smith –un fotógrafo concienzudo que se movía a instancias de su obsesivo compromiso con un tema- se convirtió en una de las fotografías más emblemáticas o icónicas de la Historia. “El baño de Tomoko” (1971), que con evidentes reminiscencias gráficas tomadas de La Pietá de Miguel Angel, recoge la extremada dulzura con la que una madre baña a su hija adolescente –Tomoko- que sufre terribles deformaciones fruto de la intoxicación durante su gestación en el útero de su propia madre, es una de esas fotografías que, por su transparencia visual y la conmoción de su carga estética, basada en la memoria cultural de “La Pietá” que todo espectador tiene, golpea la conciencia de cualquier espectador, conozca o no el transfondo histórico de la tragedia ambiental que la provocó.

«El baño de Tomoko». Foto: Eugene Smith

Si existe una historia visual bellísima de una pareja, desde su orto a su ocaso, esa es la historia de Nobuyoshi Araki y su mujer, Yoko, a la que conoció, justamente, cuando comenzaba a tomar fotografías, coincidencia que él no consideraba nada coincidente. “¡La fotografía es la vida! Empezó cuando conocía a Yoko”, ha dicho repetidas veces uniendo su periplo vital junto a ella con el hecho de hacer clic con una cámara.

Desde el principio de su relación y en su propio viaje nupcial, Araki fotografió a Yoko en una intimidad tal, que la hemos visto hasta en sus momentos de orgasmo. Fiel a esa compulsión visual por su amada y a la mezcla indiscriminada de la vida con la cámara, Araki fotografió también los seis meses de agonía previos a la muerte de Yoko en 1990 a causa de un cáncer de ovarios. En imágenes como puñetazos y en otras intensamente alegóricas y metafóricas como esas en las que su querida gata Chiro parece anhelar la búsqueda del fantasma de Yoko, Araki conjura el deterioro y la muerte de su esposa de la única forma que sabe: haciendo fotos con la conciencia de quien siempre supo que incluso las fotos alegres, tantas fotos alegres que tomó de su esposa, contenían ya “su propia pesadez, un sentido inminente de muerte”.

Porque, desde el principio, la plenitud de su felicidad ya estaba contagiada del virus de la enfermedad.

Yoko, fotografiada por Araki en el esplendor del amor de la pareja
Autorretrato de Araki, evocando la memoria de Yoko tras su pérdida.

Hay muchísimos trabajos que nos han contado el proceso de deterioro de los cuerpos –o de la mente: Robert Depardon en “Manicomio”, Alex Majoli en “Leros” o el formidable trabajo de reelaboración de Javier Viver sobre la iconografía mística escondida en el archivo fotográfico sobre el laboratorio que trató con hipnosis los casos de histeria y demencia en el pabellón psiquiátrico de La Salpêtrière en el París de finales del 1800,  entre los más relevantes- pero este post no tiene ninguna vocación de abarcarlos. Por acabar donde empezamos, citaremos por último el trabajo abierto –en su día, como siempre, polémico- y estremecedor, pero también didáctico, con el que Annie Leibovitz documentó la batalla de su compañera Susan Sontag frente al último de los tres cánceres a los que se enfrentó durante 30 años. Es sabido que Sontag se negó a aceptar la enfermedad y que trató de esquivar el impacto de la inminencia de la muerte a toda costa. Pero también su largo tránsito durante tres décadas por el cáncer -que apareció en su vida por primera vez a los 42 años para abatirla, finalmente, a  los 71- le permitió mostrar la íntima vulnerabilidad de aquella a quien la opinión pública contemplaba con prevención como un personaje, a veces, arisco y rocoso.

Irritada porque los únicos sufrimientos que se consideran dignos de representación son los que derivan de la “ira humana y divina”, mientras que los que provienen del sufrimiento por causas naturales no aparece en público “casi nada en absoluto”, tal y como expone en “Ante el dolor de los demás”, Sontag -y Leibovitz con ella- mostraron al mundo la capacidad de la enfermedad también como ineludible y enriquecedor proceso de aprendizaje redoblando el mensaje de Jo Spence:

“La cámara es un testigo.

La cámara escucha sin juzgar.

El poder de la fotografía es hacer visible.”

Susan Sontag, enferma de cáncer, fotografiada en el baño por Annie Leibovitz
Enfermedad y fotografía
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2 pensamientos en “Enfermedad y fotografía

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