Bernard Plossu choquea y desconcierta. Con sus “decisivos instantes de nada”, interpela al espectador con imágenes de apariencia trivial que a menudo pueden no detonar ninguna emoción. Y sin embargo…

Foto: Bernard Plossu

Bernard Plossu choquea y desconcierta. Con sus “decisivos instantes de nada”, interpela al espectador con imágenes de apariencia trivial que a menudo pueden no detonar ninguna emoción. Bajo la cacareada etiqueta de fotógrafo poético, Plossu es un antiromántico que busca el santo grial del delirio en escenas, a menudo, de una absoluta inanidad. La prueba de su maestría es que, al cabo de tantos años de hacerlo, aún no haya perecido en el intento. Al revés: Bernard Plossu ha consagrado su firma practicando el arte de la “foto povera”. Muchos creen confundirlo con cualquier fotógrafo anónimo y vernáculo y, sin embargo Plossu, se diría que sin quererlo, se ha erigido en el faro de los que persiguen una fotografía vaga y sinuosa y que, en su búsqueda, lo imitan. Qué paradoja: imitar a un fotógrafo que hizo de la naturalidad su estilo. Qué contradicción: imitar a un fotógrafo extraviado que en realidad nunca ha sabido, y sigue sin saber, por qué una foto es buena.
Me gusta mucho Plossu porque a nosotros, sus espectadores, nos abandona a nuestra suerte. Como si, con el pretexto de su cierta sordera, se desentendiera de dar explicaciones y nos dijera: Ahí tienen mi imagen pura, sin textos, localizaciones, coartadas ni agarraderas. Ahí la tienen, desprovista de asideros estéticos más allá de algún “flou” que no es el resultado de desenfocar, sino de la trepidación de disparar a baja velocidad con poca luz. Así, silenciosamente, Bernard Plossu, al que Rafael Doctor, para halagarlo, llama «el fotógrafo de las cosas tontas», nos suele dejar perplejos ante imágenes en las que, en apariencia, no vemos nada, salvo la vida pasar. La grandeza de Plossu es, justamente, la precisión que puede llegar a alcanzar en el dibujo de esa vaguedad, capturándolas en tránsito como las transiciones entre dos grandes escenas de una película. Lo que cuenta en ellas no es lo que sucede: es la vibración que bombea su ambiente. El milagro de Plossu es cómo llega a clamar tanto siendo, como es, un maestro del silencio. Porque en las imágenes de Plossu el silencio se escucha.

Foto: Bernard Plossu

Yo me he quedado muchas veces atónito ante el aire despreocupado de las imágenes de un profesional que sigue manteniendo la frescura de un amateur. Beatnik vagabundo, hijo de la «nouvelle vague», de Plossu nos enamora lo mismo que nos desconcierta el carácter naif, infantil, de unas imágenes que, estando desprovistas de cualquier tipo de énfasis visual, acaban vibrando en nuestra conciencia como, tras el despertar, nos continúan perturbando algunos sueños. «Imágenes funámbulas», las describió Serge Tisseron. Y es cierto. Con Bernard Plossu aprendemos que, como él mismo dice, «hay malas fotos que son muy buenas». Eso menos bueno, dice Plossu, al que da gusto oír hablar de fotografía, «puede ser la poesía». Por eso, más que de Cartier-Bresson, siempre estuvo más cerca de Robert Frank. «Es como un descafeinado de Robert Frank», dijo de él un crítico malévolo, cuenta el propio Plossu desternillándose de la risa.

Deliciosamente imperfecto -pues las mejores fotografías rechazan la perfección que el caótico fluir de la vida niega-, de foco suave y contornos y formas vagas y nunca del todo nítidas para que la visión de la realidad no nos aplaste, Bernard Plossu tiene algo de fotógrafo irreal y metafísico, profundo y reflexivo. A veces creo que no es tanto un fotógrafo, estrictamente dicho, como un narrador que en lugar de con un bloc de notas con un boli escribe con un carrete y una cámara. Su querencia por los desiertos y la violencia de la luz, palpable en la aridez y la sequedad de tantas imágenes tan blancas -esa luz brutal que él, tan plenisolar, busca pero que tantos fotógrafos rechazan- lo aproximan a un cronista terral hecho de arena y polvo. Su teoría de fotografiar en un estado zen que equilibre el delirio y la calma ha encontrado en la aridez de los desiertos -Méjico, Almería- el esotérico y sorprendente espacio geográfico que su mirada requería. «A veces creo que no soy yo quien hace las fotos. Creo que son las fotos las que me hacen a mi», nos dijo Plossu en una entrevista con él en Full Frame invocando la intervención del azar en sus imágenes. Ese carácter de médium, de intermediador entre nosotros y lo que la realidad esconde, ha envuelto a Plossu en un aura de fotógrafo místico. La paradoja desconcertante es que solo parece un fotógrafo espontáneo y natural que ha logrado huir de la espectacularidad para encontrarle, a la imagen, su tono justo. «Si el cielo es gris, fotografíalo gris: la vida es gris», concluye Plossu su diagnóstico de una forma de mirar radicalmente virgen.
Mi confirmación de Bernard Plossu sucedió cuando vi sus imágenes sobre la Almería de finales de los años 80. Entonces, porque yo también transité esa Almería en la que había nacido y todavía residía, descubrí la profunda verdad de sus imágenes porque viéndolas, me reconocí intensamente en ellas.

Foto: Bernard Plossu

Sí, yo tengo memoria de cómo era de árida y despojada, de elemental y cavernícola aquella Almería tan solar y bellamente inhóspita, exactamente igual a como Plossu me la devolvió viéndola. Fue contemplando su trabajo cuando recordé el dicto de Lemagny -«la fotografía miente siempre, radicalmente»- para rechazarlo, pues en ellas yo no percibía la cámara como cómplice de ninguna impostura. Yo, sin cámara, también había visto esas imágenes de Plossu que estallaban por las oquedades de mi memoria, donde habían quedado desprendidas, aisladas.
Yo he visto las crestas iluminadas de esas olas brillando en el ocaso de atardeceres bellísimos en calas solitarias. He visto rebaños de pastores apartarse de nuestro coche en carreteras remotas y extraviadas. He visto las dunas polvorientas lamiendo el mar en su avance desde el desierto. He visto mujeres enlutadas tendiendo sobre paredes de cal blanca con una trivilidad que nadie llamaría fotográfica. He visto balancines de caballitos como apariciones surrealistas en las esquinas de poblados agrícolas de una arquitectura condenadamente feísta. Yo he sido esa silueta que mira la terrible desolación del desierto desde la ventanilla del tren de Granada.

Sin ningún énfasis compositivo, huyendo de esos fotógrafos que intentan conseguir forzadamente una estética aparentemente poética, reclamando una suerte de transcendentalismo de la luz más dura, tratando de penetrar en el misterio de lo banal como quien anhela encontrar un relámpago de arte en el azar, Plossu levantó el catálogo de una Almería desaparecida que yo viví, con una colección de imágenes de una naturalidad tan simple, casi tan tierna y tan pueril, que nos interroga y desconcierta, nos reta a preguntarnos qué es, exactamente, “lo fotográfico” y nos deja a solas frente a lo que la imagen tiene, prácticamente despojada de cualquier otro atributo artístico, de huella y de registro, de fantasmática evocación de un paisaje yermo y sin enaltecer o de un vulgar trozo de vida seccionada por la cámara de juguete de un voyeur.

Foto: Bernard Plossu
Foto: Bernard Plossu

Confieso que a menudo he sentido perplejidad y desconcierto ante algunas imágenes de Plossu. Yo también he oscilado en mi juicio entre la admiración superlativa y la desorientación de sentirme la víctima de una superchería visual. Pero cuando en una exposición en el Centro Andaluz de la Fotografía, en copias pequeñas que por una parte recogían con mimo su propuesta y por otra reclamaban mi aproximación y mi ingreso en ellas, alcancé a ver en vivo esa colección de estampas almerienses –algunas, desde luego, de una fantástica y evidente potencia iconográfica- me siento más cercano que nunca a esta mirada trabajadamente espontánea, natural, desafectada y, para los efectistas tiempos que corren, se diría que casi antifotográfica. Decisivos instantes de nada en Almería. Maravillosa mirada “nouvelle vague” de un fotógrafo tan seco y mineral como la tierra que retrata. Qué maravilla, perderse dentro de los márgenes de estas imágenes exteriormente tan nimias y desbrozar, escondido bajo su superficie insustancial, el encanto y el mimo, la belleza y el amor de un fotógrafo tan moderno como antiguo, un fotógrafo tan nuclear y tan maestro camuflado en la divertida apariencia de un aficionado.

Foto: Bernard Plossu





Bernard Plossu: elogio y desconcierto
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2 pensamientos en “Bernard Plossu: elogio y desconcierto

  • 1 marzo 2020 a las 21:50
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    Siempre me admira tu dominio del lenguaje, y la forma en que aciertas en los calificativos. Y luego, claro, si además hablas de Plossu..

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    • 7 marzo 2020 a las 17:37
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      Un placer, Marie. Doble para mi, si además eres tú quien lee sobre Plossu…

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