Un paseo por los «fakes» y las fronteras entre mentira y realidad empezando por el pionero de Hyppolyte Bayard para terminar en el «Sputnik» de Joan Fontcuberta colándose en el «Cuarto milenio» de Iker Jiménez.

Joan Fontcuberta haciéndose pasar por un astronauta ruso en «Sputnik».

Confieso que me enternece el alto nivel de credulidad que todavía numerosos aficionados conceden a las fotografías. La idea de que lo que vemos fue cierto, de que la fotografía es un reflejo veraz y creíble de la realidad; incluso, más aún, el convencimiento de que la fotografía debe ser precisamente eso, la captura natural y espontánea de un suceso real registrado por un operador que de ningún modo debería interferir en él y de que, por lo tanto, lo que vemos en una imagen fotográfica ocurrió realmente así y responde a su esencia más genuina, es aún una creencia muy extendida que, dictada en la Edad de Oro del documentalismo de las revistas ilustradas como renovado mandamiento por fotógrafos tan influyentes como Henri Cartier-Bresson que proclamaba captar en sus fotografías el “hecho verdadero respecto de la realidad profunda”, hunde sus raíces en la convicción -adherida desde la presentación fundacional del invento- de que la fotografía es la manera en que, con precisión y fidelidad, la naturaleza se representa a sí misma. «Deja que la Naturaleza plasme lo que la Naturaleza hizo», decía el eslogan de un anuncio de materiales para el daguerrotipo. Así pues, el «espejo con memoria» que bautizó Oliver Wendell Holmes en 1861 parece ser, para muchos espectadores y aficionados, una suerte de mecánico «ojo de Dios» -«la fotografía también es una búsqueda de Dios» (1)- que captura las escenas al vuelo con una objetividad tan neutral que su resultado solo puede ser eso, una Verdad robada a la fugacidad del Tiempo.

Y, sin embargo, la semilla de la superchería y la falsificación, del fake, el ilusionismo y la manipulación han acompañado la historia de la fotografía desde su propia génesis. Y lo han hecho tanto, tan continua y tan masivamente que hoy «se podría argumentar que la historia de la fotografía no es otra cosa que la historia de esa manipulación» (2). Efectivamente, que la imagen devuelta por el «espejo» puede derivar también -como de hecho hace, etimológicamente- en «especulación» y «espejismo» (3) lo saben y lo practican los fotógrafos desde que Hippolyte Bayard (1801 – 1887) realizó su serie de autorretratos «Le noyé» (El ahogado) el 18 de octubre de… 1840. Hace, casi, 2 siglos.

Hippolyte Bayard / Le noyé / 1840

La historia de esas imágenes es fascinante. Bayard, creativo y audaz, tenido por un fotógrafo sutil y elegante, miembro fundador y secretario de la Sociedad Francesa de la Fotografía, también reclamó para sí sus méritos como inventor independiente del nuevo artefacto con el que -en un procedimiento de positivo directo- le disputó el trono de ese logro a Daguerre y a Talbot en 1839. Pero Bayard perdió y, pese al apoyo de la Academia de Bellas Artes, fue desplazado en el pódium de la celebridad -y del negocio- y recibió reconocimientos mucho menores. Para visualizar su postración y su desencanto, Bayard concibió 3 imágenes -la misma, con pequeñas variaciones- en las que aparece semidesnudo, reclinado sobre un banco, con la espalda apoyada, los ojos cerrados, los brazos cruzados y la parte inferior del cuerpo cubierta por una tela. La composición conecta con la tradición clásica de las figuras en los frisos escultóricos que Bayard envuelve rodeándola con un sombrero de paja, un jarrón de cerámica y la estatua en escayola de una ninfa arrodillada, de modo que él mismo parece «un objeto entre objetos» creando deliberadamente una suerte de «réplica» artística, una impostura, quizá una parodia de «La muerte de Marat», el célebre cuadro de Jacques-Louis David de 1793 o quizá una burla metafotográfica sobre la propensión a las imágenes de muerte, suicidios y ahogamientos muy propias del gusto romántico de aquella época.

La muerte de Marat / Jacques-Louis David / 1793

Sin embargo, la intención de esos autorretratos queda clara en el texto humorístico que Bayard deja manuscrita en el reverso de uno de los autorretratos y que arranca y sintetizo así: «Este cadáver que ustedes ven es el del señor Bayard, inventor del procedimiento que acaban ustedes de presenciar…» que, sin embargo «no le ha rendido ni un céntimo» por lo que «el desdichado decidió ahogarse» para acabar en la morgue donde «desde hace varios días nadie le ha reconocido ni reclamado». Hasta concluir: «Damas y caballeros, será mejor que pasen ustedes de largo por temor a ofender su sentido del olfato pues, como pueden observar, el rostro y las manos del caballero comienzan a descomponerse». He aquí pues, a un fotógrafo «que ha sucumbido literalmente a la fotografía, destinado a retornar siempre con la noticia de su propio suicidio por haber inventado el medio mismo que permite su retorno» disfrutando «una nada envidiable inmortalidad, la existencia zombie del muerto viviente» (4).

Una auténtica performance conceptual que -perpetrada con una extraordinaria capacidad visionaria en 1840- proclama el carácter ficticio, engañoso, de la fotografía y declara el artificio de lo que vemos depositando en el pie de foto el sentido de la imagen en un texto que juega con ella a poner en duda la distinción supuesta entre lo real y lo figurativo anunciando, además, los discursos teóricos -Benjamin, Barthes…- que vendrán décadas después a teorizar la fotografía como, precisamente, el ambalsamamiento de un instante y una experiencia de muerte. El hecho de que lo haga posando con los ojos cerrados -es decir, como un ciego- remata brillantemente la ironía precozmente metafotográfica de una serie de autorretratos que, ya en 1840, alzan una cima en la historia de la fotografía entendida como un sistema de representaciones que pueden orquestarse, escenografiarse y cargarse conceptualmente a priori jugando a desmentir la presunta -e imposible- realidad que dice aparentar: la construcción visual de un suicidio que nunca existió.

Martí Llorens / Memorias revolucionarias / 1996
Martí Llorens / Memorias revolucionarias / 1996

«Pero no muchos aficionados conocen a Bayard», me dijo Joan Fontcuberta (5) cuando charlaba con él sobre la pertinaz y cándida inercia de los espectadores que siguen creyendo a pies juntillas en la veracidad de lo que las imágenes dicen presentar y le cité esta serie de autorretratos pioneros en la ficcionalización de la realidad que, como se ve, no es un asunto que se haya inventado en la era de la posverdad. Sin necesidad de profundizar en el debate filosófico sobre la veracidad y la ontología de las imágenes, pero consignando al menos que en una época en la que éstas se nos han impuesto sobre nuestro universo estético, cotidiano y político, diremos que las imágenes «nunca nos han mentido tanto solicitando nuestra credulidad» (6) antes de citar varios de los episodios más delirantes de la fotografía española en materia de estafa y fraude visual.

Yo conocí las «Memorias revolucionarias» de Martí Llorens (7) en su maravilloso estudio del Raval de Barcelona -un altar levantado a la mayor gloria de la fotografía antigua y sus procedimientos, de los que es especialista- cuando me las enseñó allí el propio Llorens hará un par de años. Y deliré. Es otra historia fantástica. A Martí (Barcelona, 1962) le advirtió un amigo que en la ciudad había arrancado un rodaje -«Libertarias», de Vicente Aranda- que podía resultarle interesante porque por las calles pululaban multitud de figurantes vestidos de milicianos libertarios en la España del 36. Las fotos que tomó en las pausas y aledaños del rodaje las editó pequeñas, viradas con tonos sepias, con marcas intencionadas de haber sido dobladas, desgarradas a propósito con arañazos y con alguna de sus esquinas deliberadamente rotas: en fin, con las texturas habituales de las fotografías castigadas por el paso de muchos roces y muchos años. Para concluir el fake -en realidad, no puede hablarse de «fake», pues nunca escondió el origen de sus tomas- las envolvió con textos escritos a mano en los reversos de las cartulinas que imitando la grafía de los años 30, introducían mensajes personales característicos de los álbumes familiares de la fotografía vernácula que legitimaban la veracidad histórica de las imágenes concediéndoles un relato. Otros aparecían escritos a máquina con las letras características de las míticas Underwood. En conjunto, el trabajo constituye una operación de retorno y revivificación de la memoria de la guerra -milicianos posando puño en alto o subidos a camiones…- que reflexiona sobre cómo la imagen de los acontecimientos que no hemos vivido está sustentada sobre iconos producidos por la fotografía -Centelles, Capa , Reisner…- convertidos por la repetición en un cliché visual en el que los hijos de los combatientes hemos empotrado el relato familiar de la contienda.

Recuerdo que Martí me contó que después de ir la primera vez al rodaje, volvió alguna otra con las fotos que había tomado ya envejecidas y tratadas y que cuando se las enseñó a los miembros del equipo de producción presentándose como un coleccionista de imágenes de la Guerra Civil, los del rodaje se daban codazos entre ellos y celebraban con alborozo lo buena que era la ambientación de su película pues, como podía verse en aquellas fotografías presentadas como verídicas e históricas, habían conseguido imitar fielmente los atrezzos de… su propio rodaje. Ese trabajo -junto a otros cuatro de Vari Caramés, Isabel Flores, Ángel Marcos y Aitor Ortiz- dio forma a «La subversión de la realidad», una muestra comisariada por Alejandro Castellote que en 2005 ya daba cuenta de las tentativas de los fotógrafos españoles por perderse en la frontera entre la ficción y lo real mucho antes de que Cristina de Middel, con «The afronauts» diera celebridad al asunto en 2012.

Cristina de Middel / The afronauts / 2012
Cristina de Middel / The afronauts / 2012
Cristina de Middel / The afronauts / 2012

«The afronauts» -del que ahora se cumplen 10 años y del que, permítaseme la vanidad bibliográfica, guardo como posible pago de hipoteca la edición original publicada por La Kursala- es un trabajo maravilloso al que, quizá como adherencia por haber sido una de las locomotoras del despegue del fotolibro en España, le ha caído encima el tópico redaccional que hoy, en mi opinión de forma excesiva e injustificada, nos lo presenta como el trabajo que dinamitó los severos confines del documentalismo clásico -que no lo eran tanto- para abrazar las novedosas estrategias de la ficción -que no eran tan nuevas- como demuestran los trabajos, muy anteriores al 2012, de Joan Fontcuberta, singularmente «Sputnik», del que podríamos decir que «The afronauts» vendría a ser una brillante recreación en clave postcolonial.

La historia es sabida: «The afronauts» ficciona -es decir, documenta, da cuerpo de realidad a unas imágenes que nunca vimos- la extravagante aventura espacial de Zambia, que en 1964 pretendía enviar a 12 astronautas -y 10 gatos- a la Luna imponiéndose sobre el liderato de Estados Unidos y Rusia en la carrera del espacio. Un vistazo a las informaciones sobre este trabajo en la Red sirve para verificar cómo la confusión propuesta por Cristina de Middel llegó a calar en algún caso, como saben muy bien los escritores que suelen deslizar pistas falsas sobre los aspectos más autobiográficos de sus novelas o incluso de sus memorias, trufadas de las irrealidades propias de los recuerdos: «Toda literatura es siempre ficción, incluida las memorias», me dijo varias veces José Manuel Caballero Bonald.

Si la Historia, en palabras de Jean-Claude Lemagny, había «canibalizado» a la fotografía usándola como un soporte cuya única funcionalidad era confirmar un determinado relato histórico a través del discurrir de las imágenes, en «The afronauts» -y este es uno de los grandes logros de Middel- sucede todo lo contrario: son sus imágenes las que conceden prestancia de verdad, certificado de Historia, al sueño espacial de Zambia que nunca habíamos visto. Como si fueran la concreción material de una alucinación, las fotografías escenificadas de «The afronauts» confirman con 50 años de retraso que Zambia, un país pobre de la pobre África, pretendió esa quimera. Y al confirmarlo documentalmente, Middel invierte el cliché de la fotografía colonial y choquea nuestra mirada eurocentrista y estereotipada presentándonos un relato empático, tierno y humorístico en el que los africanos sueñan su propio y ambicioso sueño. Si la teatralización de las imágenes es brillante, aún lo es más el diseño y la secuenciación del libro -de Laia Abril, Ramón Pez y Middel- que en las manos luce como un modelo incontestable de lo que debería ser un fotolibro: es decir, como el objeto que resulta de la alianza y las inteligencias de unos diseñadores trabajando un relato común junto a una creadora visual. Su condición de fake es más conceptual y programática que operativa: basta una primera mirada medio atenta para descubrir que «The afronauts» es un evidente dispositivo ficcional; un ejercicio, muy brillante, sobre la capacidad de retórica y representación de la fotografía.

Joan Fontcuberta / Sputnik / 1997
El «astronauta» Joan Fontcuberta, saludando / Sputnik / 1997

Y, finalmente, el gran chamán de nuestra fotografía ilusionista, el hombre que, con variaciones, lleva girando su trabajo sobre, en realidad, un único tema: desenmascarar los mecanismos del engaño, poner en cuestión la creencia de que la cámara no miente y hacernos dudar de que toda fotografía es una evidencia emanada de lo real. Desde que en 1977 publicó «Contravisiones: la subversión fotográfica de la realidad», un texto de combate contra la pretensión -defendida en 1975 por los fotógrafos de la New Topographics como Lewis Baltz- de que la fotografía debía «ver casi por sí misma» de forma «neutral y libre de cualquier postura estética o ideológica» (8) instaurando «la asepsia documental como norma» (9), Fontcuberta ha desplegado numerosos trabajos basados, básicamente, en la vieja estrategia dadaísta: si cambias una cosa de lugar, cambiará su significado.

Tremendamente imaginativo, cachondo y «gozón», como lo describe Manolo Laguillo, Joan Fontcuberta ha conseguido colar algunas de sus divertidísimas trolas. Si después de «Herbarium» (1983), con sus extrañas plantadas creadas con basura y plásticos o de «Fauna» (1989), con su delirante historia de dos naturalistas con nombres del tebeo que presentaban las pruebas irrefutables de la existencia de mandriles con cuerpos de ciervo o de zorros con dos colas, los trabajos de aquél fabulador ya debían suscitar toda clase de suspicacias y prevenciones, Fontcuberta volvió a probar que la realidad es tercamente crédula cuando en 1997 puso en circulación «Sputnik», la historia de Ivan Istochnikov -precisamente, la pronunciación rusa de Joan Fontcuberta: como esos criminales con conciencia de culpa que desean íntimamente ser descubiertos, Fontcuberta suele dar pistas evidentes de sus fakes que, sin embargo, pocos ven- un cosmonauta ruso desaparecido cuando la nave en que viajaba chocó contra un meteorito.

Pues 9 años después del montaje, que era ciertamente brillante, Cuarto Milenio, el programa de Iker Jiménez -quien, desde luego, no es precisamente un paradigma del periodismo serio- con gran escándalo recogió la historia como cierta y se dispuso a tributar un homenaje a aquél sufrido cosmonauta que había sido «borrado» por la URSS y por la Historia. Y así fue cómo, en 2005, la fotografía española alcanzó al fin la lejana playa de la televisión de gran audiencia, a la que solo volvería unos años más tarde vía «Los Modlin» de Paco Gómez, emparejados por Iker Jiménez con el malditismo apocalíptico y siniestro de «La semilla del diablo».

Portada de la revista (falsa) diseñada por Fontcuberta para legitimar científicamente su proyecto «Sirenas»
Joan Fontcuberta / Sirenas / 2000

Como si la realidad quisiera darle la razón a Fontcuberta, todavía en 2.000 su «Sirenas» -que, envolviendo a las imágenes en un reportaje (falso) de una revista científica americana y arropadas por un texto del prestigioso geólogo Jean Fontana (otra vez Fontcuberta deseando ser descubierto), contaba el hallazgo de unos supuestos homínidos acuáticos cuyos restos parecían identificarse con los de las sirenas mitificadas de los cuentos. Pues cuando presentó ese nuevo engaño hecho arte en el II Festival de las Artes de Salamanca, 7 de las 8 publicaciones locales dieron el descubrimiento como verídico y algún periódico local se atrevió a proclamar que aquél hallazgo era más transcendental que el de Atapuerca. «Luego escribieron cosas sobre la legitimidad de mi trabajo, pero no se cuestionaron su propia actuación», dice Fontcuberta.

«La ficción prevalece y siempre ha prevalecido», escribe Enrique Lista (11) y la posverdad añora «un paraíso perdido que nunca ha existido». Al final, la cuestión no es perderse en el oscuro debate entre la verdad y la mentira: basta con saber que la mentira incendia la verdad continuamente, pero que en fotografía no tenemos escapatoria posible, pues somos prisioneros de un sistema de representación que siempre suministrará de lo real, su doble. Lo importante no es la mentira inevitable. «Lo importante es cómo la usa el fotógrafo, a qué intenciones sirve (…) El buen fotógrafo es el que miente bien la verdad» (12)

Mientras el tribunal de los cínicos o de los moralistas decide, nos quedamos con las imágenes que, realmente, nos prenden, ya sea como una falsificación de esa verdad que no existe o como una auténtica y poderosa verdad ficcionada. Lo remata bien Enrique Lista: «Cada fotografía juega con nosotros a ser el último en hablar y siempre perdemos. Disfrutemos pues de esa derrota». Para un no lenguaje que no habla, es toda una victoria.

  1. Robert Leverant / Zen in the Art of Photography / 1969

2. Geoffrey Batchen / Arder en deseos. La concepción de la fotografía / Gustavo Gili

3. Joan Fontcuberta / El beso de Judas / Gustavo Gili

4. Geoffrey Batchen / Arder en deseos. La concepción de la fotografía / Gustavo Gili

5. Full Frame / Joan Fontcuberta / PGM 115 Ivoox

6. Georges Didi-Huberman / Cuando las imágenes tocan lo real / Ediciones Arte y Estética – Círculo de Bellas Artes

7. Martí Llorens / Memorias revolucionarias / Mestizo 1999

8. Lewis Baltz / Landscape Theory / Lustrum Press

9. Joan Fontcuberta / Contravisiones / Ediciones Anómalas

10. Jacinto Antón / El País / Entrevista con Joan Fontcuberta 2007

11. Enrique Lista / Voz en off / MugaJoan Fontcuberta / El beso de Judas / Gustavo Gili

12. Joan Fontcuberta / El beso de Judas / Gustavo Gili

Fotografía, mentira y verdad

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