Wilhelm Brasse salvó su vida tomando la última foto de miles de prisioneros antes de morir en Auschwitz

Susan Sontag sostiene –y yo estoy de acuerdo- que fotografiar es esencialmente “un acto de no intervención”, ser “cómplice” de cualquier cosa que vuelva algo interesante o digno de fotografiarse “incluyendo, cuando éste es el interés, el dolor o el infortunio de otro”. Recuerdo esto mientras paseo por los lúgubres corredores del campo de exterminio de Auschwitz observando las orlas con las fotografías asépticas, como de carné, pero tan terroríficas, de los prisioneros del campo, que solo datan sus nombres, su procedencia, la fecha de su llegada y la fecha de su muerte. Si me detengo ante algunas, las cifras me informan que la mayoría de ellos no sobrevivió a Auschwitz más de cinco o seis meses: es decir: para cuando esas fotos fueron tomadas, ya estaban prácticamente muertos. Late pues, agazapada bajo esos positivos, una sombra de muerte inminente que convierte la contemplación de estas imágenes, de una emoción muy profunda y que, al decir de Georges Didi-Huberman, «al tocar lo real, arden», en una rara experiencia entre documental y onírica.

Prisioneros del campo de Auschwitz-Birkenau / Foto: J. M. R

¿Tomó estos retratos Wilhelm Brasse? La historia de Brasse desmiente a Sontag o, al revés, supone la extremosa excepción que confirma su teoría. Contada sucintamente, es una historia tremenda y rocambolesca: Brasse, polaco, un apacible fotógrafo de retratos de niños rubios, perfectas chicas casaderas, felices parejas de recién casados y buenos burgueses en su estudio de Katowice, fue hecho prisionero por los nazis en 1939 tratando de huir a Hungría cuando el estallido de la guerra lo convirtió inevitablemente en soldado. Puesto que tenía antepasados austríacos y hablaba alemán, le ofrecieron alistarse en la Wehrmacht pero Brasse, patriota, rechazó la oferta. La alternativa era ingresar en Auschwitz. Allí habría muerto como otro millón y medio más si no hubiera ocurrido algo inesperado: por razón y utilidad de su oficio, le ofrecieron integrarse en el equipo de 5 personas que trabajaban en el servicio de documentación del campo. Y así, inesperadamente, se convirtió en el fotógrafo de los presos a los que retrataba en la antesala de su muerte, pues los nazis también eran concienzudos para llevar el archivo de sus víctimas, al menos hasta donde pudieron hacerlo porque avanzada –y ya torcida definitivamente para ellos- la guerra, dejaron de tomarse tantas molestias gráficas: la fábrica de la muerte exigía prisa pues sus crematorios, ante la acechanza de los soldados rusos, echaban humo y en su destrucción de documentos y su huída del campo, los nazis destruyeron buena parte de su archivo fotográfico y, según sabemos por los testimonios de los sonderkommandos que trabajaban para ellos, alrededor de los hornos crematorios dejaron enterrada alguna cámara fotográfica que jamás fue encontrada. Nitratos de plata ardiendo en el fuego de la Historia.

Wilhelm Brasse, fotografiado en su casa en 2006 / Foto: Czarek Sokolowski AP

Brasse tomó unas 50.000 fotografías, muchas de ellas a víctimas de los experimentos del doctor Mengele, que llegó a felicitarle por su excelente aplicación en documentar el espanto con tanta precisión. Tras la guerra, ese fichero policial que también es la fotografía junto a los retratos de los oficiales que posaban confiados para él en la creencia de que esos posados victoriosos jamás podrían llegar a ser usados en su contra más algunas tomas clandestinas que registró en el campo, revirtieron su utilidad para convertirse en una herramienta de comprobación y condena de los monstruos que idearon, gestionaron y ejecutaron la Gran Matanza de Auschwitz. El mismo fotógrafo que, ordenada y pasivamente, capturó el último aliento de las víctimas, facilitó la identificación y condena de sus verdugos. La fotografía, que a pesar de la ingenua teoría del arma neutra es un lenguaje polisémico, tiene, como ven doble y triple uso. Cuando fue liberado, Brasse explicó que aceptó y cumplió el trabajo porque no se podía decir «No» a las S.S y porque, tomando al fin y al cabo unos simples retratos «no hacía daño a nadie”, confesión enternecedoramente infantil muy fácil de juzgar ahora pero que, pese a todo, me devuelve a la teoría de la “no intervención” de Sontag.
Un hombre con una cámara fotografiando la muerte masiva prácticamente en directo sin poder hacer nada por evitarla. Ser fotógrafo –como ser músico y tocar en las orquestinas que los nazis disponían a la entrada de las cámaras de gas para atraer apaciblemente a las víctimas con su canto de sirenas- podía salvarte, o alargar al menos, tu vida en Auschwitz. Brasse salvó la suya. Pero cuando el campo fue liberado y su vida retornó a la «normalidad», ya no pudo fotografiar nunca más. Los rostros de los niños que se entregaban confiados a su objetivo poco antes de arder en el crematorio -rostros como el de Czeslawa Kwoka, de 14 años, asesinada en Auschwitz el 12 de marzo de 1943: los nazis le inyectaron fenol en el corazón y Brasse contó que, poco antes de retratarla, la niña se secó las lágrimas y la sangre del corte en un labio que le provocó un guardia al golpearla con un palo: en su última fotografía aquella niña quería posar limpia y digna– se le aparecían como flashes cegadores en la noche para recordarle que él había sido el último testigo de sus vidas. De modo que tomar fotografías, eso que al principio había sido un oficio banal e intranscendente, se le volvió un acto cruel, espantoso, insoportable.
Liberado de la tentación, o la fatalidad, de registrar con su objetivo, ya fuera trágico o feliz, lo que tuviera delante, Wilhelm Brasse logró al fin dejar de ser un cómplice.

Después de cada guerra / alguien tiene que hacer limpieza. / Un mínimo orden / no se hará solo. / Alguien tiene que apartar los escombros / de los caminos / para que puedan pasar / carros llenos de cadáveres. / Alguien tiene que hundirse / en el fango y en la ceniza, / en los muelles de los sofás, / en las esquirlas de vidrio / y en los trapos ensangrentados. / (…) Es una labor nada fotogénica / y requiere años. / Las cámaras ya se han ido / a otra guerra«.
Wyslava Szymborska, «Paisaje con grano de arena». )

El fotógrafo de Auschwitz

2 pensamientos en “El fotógrafo de Auschwitz

  • 5 febrero 2020 a las 11:56
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    Fantástica entrada, Juan.
    Mientras leía pensé en Primo Levi (cuyo «Si esto es un hombre», creo, debiera ser de lectura obligada en el instituto), pero más concretamente en sus poemas. En uno de ellos relata la visita de los fantasmas de sus compañeros que murieron en Auschwitz, ante los cuales se excusa por el hecho de haber podido sobrevivir. La paradoja es que el superviviente se siente culpable, por lo cual es doblemente víctima, primero del horror y luego del remordimiento. Levi pudo contarlo porque, entre otras cosas, en su condición de químico, consiguió un puesto en el laboratorio del campo y apartarse un poco del terror, el clima durísimo y el trabajo forzado en la cantera. Todo y así, se especula que su suicidio en 1987 está relacionado con la imposibilidad de sobrevivir al trauma. No quiero ni imaginar el peso de la conciencia de Brasse, que registró con su cámara, y a buen seguro con su memoria, el rostro de miles de personas a punto de ser asesinadas.

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    • 6 febrero 2020 a las 07:44
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      El peso de la conciencia que atormentó a Kerstez y tantos otros… Unos no pudieron soportarlo: otros hicieron de ese peso una forma de supervivencia: no suicidarse, prolongar la vida, era una forma de victoria sobre los nazis.
      Que capítulo más espantoso de la Historia.
      Efectivamente, había oficios que alargaban tu vida en los lager. A Brasse el suyo le salvó la vida: al cambio de fotografiar cómo la perdía tanta gente. Hay un documental sobre él: no lo he visto, sabes. Habiendo estado en Auschwitz , y viendo esas orlas en las galerías, con imaginarme la vida allí ya tengo bastante para digerir.
      De nuevo, gracias, Rafa! Que placer y que lindo tener tu feedback por aquí.
      Juan

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