Un paseo por las colisiones, pero también por las zonas de encuentro, entre el armonioso canon de belleza y geometría del «instante decisivo» y el puñetazo visual de un rebelde poeta trágico.

Foto: Cartier-Bresson
Foto: Robert Frank

La apertura, al menos en parte, de los archivos depositados por Robert Frank en la National Gallery of Art de Washington, disponibles ya gratuitamente, vuelve a reforzar la figura del creador libre y salvaje que, con su mirada simultáneamente melancólica y bronca, desestabilizó la Historia de la Fotografía oponiéndose al canon esteticista de Henri Cartier-Bresson, el otro gran tótem de la fotografía documental de su época.

Básicamente, lo que en HCB era mesura y equilibrio, geometría y orden compositivo, en Frank, o al menos  en el Robert Frank  que la Modernidad celebra como a uno de sus más atrevidos e influyentes motores creativos, eran audacias visuales tenidas entonces por aberrantes que envuelven a sus imágenes de un halo hosco, tenso y desastrado, pero también preñado con la subyugante belleza de lo indefinido, lo ambivalente y lo equívoco del caos del mundo.

Y, sin embargo, siendo tan fotográficamente opuestos, ambos encarnaron roles episcopales de rangos muy parecidos y fueron alzados por sus fieles como los pilares de dos “iglesias” de feligresías simétricamente antagónicas e irreconciliables. Aparentes –solo aparentes- “ying” y “yang” del entendimiento de la fotografía, veamos qué zonas, estéticas, vitales o teóricas, comparten o repelen.

LA ESTRUCTURA DEL MUNDO

Cartier-Bresson:  “Quiero ser lo más preciso, encontrar la estructura del mundo”. A partir del sueño platónico de buscar un absoluto natural, Cartier-Bresson proclama la captación del “hecho verdadero respecto de la realidad profunda”, una suerte de “fotoesencia” que al fin ordene el “diluvio caótico” de la realidad para restablecer su fondo y su forma “de manera equilibrada”. (Todas las comillas pertenecen a HCB). El milagro de su fábula –en expresión irónica de François Soulages- es que convierta en absoluto lo que, ante su Leica, solo es un fenómeno temporal. “Alcanzar el objeto-esencia es fotográficamente imposible. La fotografía no puede ser platónica”, dictamina Soulages. Frente a la intensidad de la idealización teórica de HCB, un fotógrafo muy pródigo en dictaminar sus leyes sobre cómo se debe fotografiar, el mutismo de Robert Frank, un fotógrafo parco que, sin desplegar tantas fábulas sobre sí mismo, dinamita la idea de recomponer el equilibrio del caos del mundo. Indócil, lo que el irreverente Frank nos enseñó, perforando un buen boquete en el centro del debate fotográfico, es que entre un “instante decisivo” y otro “instante decisivo” había un intersticio, un frame, un frame muerto, en el que no ocurría absolutamente nada, los elementos seguían girando en su caos sin terminar de ordenarse, al menos no místicamente y la composición, abandonada a su suerte, continuaba rota, enguarrada y zigzagueante: igual que fluye el río de la vida, ese en cuyas aguas idénticas no puedes bañarte dos veces.

Escribiendo con su cámara con la misma “prosa espontánea” con la que Jack Kerouac, prologuista de “The Americans”, definía su escritura, Robert Frank nos invita a deslizarnos, extraviados, por “la línea torcida del horizonte” –en expresión de Rafa Badia- y al hacerlo, nos libera a nosotros, sus espectadores, de las rigideces racionales de Cartier-Bresson que habían sido asumidas como una forma de la objetividad. No hay objetividad camuflada de “instante decisivo”: solo hay mirada subjetiva y fluir del tiempo, nos dice Robert Frank. “El realismo no es suficiente: ha de estar lleno de visión, y las dos cosas juntas pueden hacer una buena fotografía. Es difícil describir esa tenue línea donde acaba el tema y empieza la propia mente”.

Foto: Robert Frank
Foto: Cartier-Bresson

ASCETISMO Y RETIRADAS

Fue al vaciar su mente  con la publicación en 1958 de ese shock traumático llamado “The Americans” –recibido virulentamente con descalificativos como “siniestro”, “perverso” o, precisamente, fruto de “una objetividad tergiversada”- que se convirtió en el fotógrafo más rabiosamente contemporáneo. De una contemporaneidad incluso “póstuma”, pues es sabido que, tras escribir ese poema trágico, Frank guardó en el armario su Leica –también la cámara de Cartier-Bresson: misma herramienta, distinta mirada- en un acto “casi de ascetismo religioso” (W.J.T. Mitchell) que, según Jno Cook, “santificó” su propio proyecto generando no solo su propio mito, sino algo que pretendía ir mucho más allá.

Efectivamente, en  diciembre de 1974, en una entrevista de radio en la NPR, Frank habló de clavar un clavo a través de un montón de valiosas impresiones de “The Americans” y rotular sobre ellas “el fin de la fotografía”. Y algo parecido ejecutó, finalmente, en una obra sin título en 1989. Como si para él no hubiera sido suficiente dejar atrás la cámara fija y, tras su coronación como el “Gran Poeta Trágico” de la fotografía contemporánea, se sintiera autorizado a cancelar la Historia de la Fotografía definitivamente tras su paso. Un gesto que ha sido interpretado como de “soberbia artística”, pero del que W.J.T. Mitchel, en un rapto de arrebato lírico, hace otra lectura más íntima y vitalmente dramática: los ojos de Frank, escribe, “vieron algo tan terrible e impactante que se vio obligado a quitárselos”. Fuera cual fuera el motivo, la renuncia de Frank a la cámara conecta con la progresiva renuncia de HCB, que en 1970 –a los 60 años y plenamente activo- liquida su obra personal con “Vivre la France”, su mirada sobre Francia, aunque seguirá cumplimentando algunos encargos para revistas y retratos, igual que Frank, aunque en esas etapas postreras sea cuando sus trayectorias estéticas se bifurquen aún más radicalmente. Hablaremos de eso luego.

Mientras tanto, sí es oportuno señalar, aunque sea muy de paso, otra igualación de las opuestas líneas paralelas que discurrieron entre ambos: en distintos momentos los dos –más Frank tras depositar la cámara en el armario: “Basta de espiar, de cazar, de atrapar…de saber dónde se encuentra el Buen Dios”- pero mucho también Cartier-Bresson, desembocarán en el cine, como si a los dos la fotografía nunca les hubiera resultado suficiente. Y los dos con resultados dispares que jamás igualaron sus éxitos fotográficos.

Foto: Cartier-Bresson
Foto: Robert Frank

ARMONIA Y PERTURBACIÓN

Cartier-Bresson aspira a “congelar” el tiempo en una “fotoesencia” bien compuesta y ordenada que, bajo la apariencia de una levedad muy zen, anhela la rígida cuadratura áurea del formalismo compositivo reformulando para la fotografía la vieja aspiración del canon de belleza pictórico. A cambio, Frank, en sus imágenes más rupturistas -no todas lo fueron- dinamita la estabilidad formal, agita el fotograma y se convierte en el profeta del “feísmo”, la provisionalidad,  la imagen abierta, indeterminada,  apenas una incisión hecha en la vasta corteza del mundo –no un cuadro cerrado, sino solo un esbozo a vuelapluma- que  deja su caos orbitando en la mirada del espectador, como si las imágenes, incluso las más confortantes con el mito próspero de América,  estuvieran inconclusas, amputadas, y Frank nos obligara a cuadrarlas definitivamente. Lo dijo: en el órdago rebelde que nos lanza a nosotros, sus espectadores, Frank nos insta a remirar sus imágenes “igual que se lee dos veces la línea de un poema”. Para quien ha decidido proyectar hacia el futuro la herencia de Walker Evans, esta es una rotunda declaración propia de un creador insumiso que no se aviene a complacer al público. Y lo logra: cuando «The Americans» se publicó en los Estados Unidos, la revista «Popular Photography» publicó siete reseñas críticas del libro en el mismo número: en 6, Frank es crucificado con ensañamiento. Nada raro para el equilibrio formalista dominante de su tiempo. El hecho -fundamental- de que muchas fotografías las tomara, según describe Jack Kerouac en el prólogo de “The Americans”, disparando a menudo “con una mano”, indica que Frank persiguió el desequilibrio, la oscuridad y un cierto cripticismo como una forma de voluntad de estilo y sello autoral.

Aunque lo que voy a escribir tiene, por ambas partes, sus muchas excepciones, arriesguemonos a decir globalmente que si la aspiración al número áureo y la composición renacentista de Cartier-Bresson “tranquiliza” nuestra mirada, Frank la “perturba”. Como narrador visual, Robert Frank anticipa la –muy contemporánea- literatura del fragmento y sus imágenes transmiten una semilla –también ideológica, pues como nos explica Didi-Huberman “toda imagen tiene siempre una dimensión política” – de subversión y radicalidad. Esa potencia existe en Cartier-Bresson, por supuesto, sobre todo en su etapa surrealista, de la que lo sacó Robert Capa con un consejo pragmático que, para algunos observadores, escondía un astuto cálculo rentabilista: “Deja el surrealismo en tu corazón y convierte en un fotoperiodista, si no acabarás amanerándote”. Curioso pronóstico.

Contra las formas “más simples y puras” y el arte plenamente “armonioso” que, según Peter Galassi, constituye el estilo humanista de postguerra de Cartier-Bresson, Robert Frank, espiando entre la corrompida maleza del sueño americano, opone su batería de angulaciones, yuxtaposiciones y colisiones internas a la imagen, desproporciones en el juego de los volúmenes, grano gordo, alto contraste, imágenes turbias o en el límite del foco y cualquier otro elemento –muchos ya explorados en Nueva York por ese otro espadachín de la vanguardia llamado William Klein- que siguen envolviendo a sus fotografías de un halo hosco, tenso y desastrado, pero también preñado con la subyugante belleza de lo indefinido, lo ambivalente y lo equívoco.

Al profundizar en esos recursos intrínsicamente fotográficos, Frank se distancia de los anclajes estéticos de Cartier-Bresson, más acogido a lo que Soulages llama “el superyó estético de la fotografía” que, para él, siempre fue la pintura. «La capacidad de integrarlo todo se la debe Cartier-Bresson a la disciplina de la pintura», observa E. H. Gombrich quien, por supuesto, eligió a HCB como el primer fotógrafo digno de ingresar en el prestigio de sus estudios artísticos. «No es casualidad que empezase como pintor», resalta Gombrich explicando las dotes para el manejo de la geometría de un fotógrafo que, efectivamente, empezó su formación con el pintor André Lhote. Y que, de hecho, nunca dejó de pintar.

“Los fotógrafos que me gustan tienen ojos de pintor”. “Casi no hay cuadros cuadrados” (explicando sus reservas respecto al medio formato) o “El color, para mi, es el dominio reservado de la pintura”), son solo unos cuantos pronunciamientos de HCB que respaldan su aspiración a un ideal de composición y geometría heredado de la tradición pictórica. Cuando en esa búsqueda, HCB logra plenamente su objetivo y consigue elevar lo banal a lo extraordinario, nos lanza esa “densidad de metáforas”, que según Fernando Castro Florez, habita en lo enigmático.

Foto: Cartier-Bresson
Foto: Robert Frank

EL TIEMPO Y EL ESPACIO

Me detengo particularmente en el recurso al foco crítico y la borrosidad de algunas de las mejores imágenes de Frank, porque esa borrosidad es transcendental para entender la idea de Robert Frank como un fotógrafo del Tiempo mientras Cartier-Bresson lo habría sido del Espacio. Si compartimos la teoría de Serge Tisseron, la borrosidad “refleja el carácter efímero” de la percepción y su irremediable pérdida, muestra el objeto del recuerdo como algo ligado a su entorno “por la fluidez de sus límites” y acentúa la relación de la Fotografía con el Tiempo, pues captura el instante “de la vacilación entre una finitud trágica y una eternidad transfigurada”. Algo, visualmente, tremendamente poético: como Frank. Por el contrario, la definición –y Cartier-Bresson trabajaba, generalmente, con más definición y menos foco crítico- sería la apología de la idea del mundo visto en su realidad plena y nítida.

Foto: Cartier-Bresson
Foto: Robert Frank

DE LA FURIA AL ACTO EPIFÁNICO

La aspiración de HCB al Orden, la Estructura y la Geometría que vemos en sus imágenes, generalmente equilibradas, perfectas, puede sugerir la aspiración esteticista a ese otro orden, el conservador y burgués, que niega la disrupción, el conflicto y el natural caos del mundo que, por su parte, Frank nos propone. ¿Herencia del propio y acaudalado linaje de Cartier-Bresson?, me pregunto. Ese que le causó “un sentimiento de culpabilidad” que, para redimirse, y en los convulsos años anteriores a la II Guerra Mundial, en una de sus épocas fotográficas más brillantes y fecundas, le arrastró a flirtear con el surrealismo o con las revistas de izquierda como “Ce soir”, de ideología comunista, donde entre 1937 y 1939 –en el primero y el último de sus empleos asalariados- trabajó bajo las órdenes de Louis Aragon simplificando su nombre por el de “Henri Cartier”, “en un intento de disimular su cuna”, explica Galassi. “Era necesario estar al lado del pueblo y sentía vergüenza de ser burgués”, dijo HCB sobre las contradicciones de su coyuntura vital, en una declaración de una sinceridad acongojante. Y lo hizo. Una de las ocasiones en las que con más determinación tomó partido fue, precisamente, a favor de la España republicana para cuya causa  filmó 3 películas.

Si HCB fue, sociológicamente y al menos en algún periodo de su vida, un “desclasado”, alguien arrastrado a un conflicto interior al ver contrapuesto su origen acomodado con la visión de la injusticia social del mundo, Frank es otro “extraviado”, un suizo nómada viajando por el mundo –Brasil, Cuba, España, Perú…- que al final se instala en Estados Unidos, como otros muchos fotógrafos europeos de su generación, con una honda impresión de ajenidad y viviendo su vida acogido al mantra vital de los beatniks de su tiempo: “Soy un peregrino, soy un forastero”.

Sobre los cimientos de dos aparentes conflictos de identidad, se alzan dos maneras estéticas muy distintas de resolverlos. Frente al “acto epifánico”, como Joan Fontcuberta llama al “instante decisivo”, que supuestamente todo lo rodea y lo contiene, Robert Frank opone la exclusión y el sesgo del corte. Frente a la exquisitez y la observación imparcial  -yo no creo que tal cosa exista- de HCB, la furia del posicionamiento activo de Robert Frank. Hay un ejercicio ambicioso que podría dar mucho juego en un análisis pormenorizado: comparar las visiones de ambos sobre Estados Unidos, pues los USA fueron, de hecho, y a excepción de Francia, el país donde HCB trabajó más. Mi impresión es que por muy irónica y reveladora que sea de la crueldad social escondida bajo la quimera americana que nos desvela, la mirada de HCB, finalmente elegante, distante y armoniosa, queda lejos del gancho a la mandíbula del “american way of life” lanzado por aquél emigrante suizo y judío que golpeaba con tanta rabia como melancolía. En todo caso, y aparte de que fuera la mirada de Frank la que se convirtiera finalmente en el gran banderín de la “Fotografía Americana” –una marca que, al igual que “Jeroglíficos Egipcios” o “Escultura Griega” repica, según Mitchel, como el vínculo automático entre un país y un medio: no en balde América es “una nación de imágenes”, en expresión de Luc Sante-  los dos comparten el rastro de la fotografía entendida como evidencia, ya fuera expresada con mayor o menor énfasis. Eso sí: la convulsa modernidad de la mirada de Frank convirtió a su osadía visual, nacida del delirio o de la intuición, en un trabajo seminal y  profético.

Cartier-Bresson, Nueva York 1947
Foto: Robert Frank

EL ABISMO DE LA MADUREZ

El abismo de las miradas de ambos  se agudiza en la madurez de sus vidas. Cuando Cartier-Bresson presenta en 1970 “Vivre la France”, parece una fallida traslación de “The Americans” con resultados opuestos. Si Frank se tragó 10.000 millas viajando por 30 estados en un Ford Coupé de segunda mano con su mujer y sus dos hijas a cuenta de una beca, HCB estuvo recorriendo durante 20 meses Francia a bordo de un automóvil que le proporcionó la editorial que le encargó el libro. Pero el resultado, incluso para los mayores entusiastas de Cartier-Bresson es “un desastre” (Galassi) y una celebración sentimental de la Francia “pintoresca y mundana de los campos ondulados, los vasos de vino tinto, el Citroén 2cv y las parejas de enamorados” (Clément Chéroux). Señales de un agotamiento estilístico, o el hecho inevitable de haberse convertido en el prisionero de sus éxitos formales, que observaron otros fotógrafos, y no sin crudeza, como Imogen Cunningham: «En la obra reciente de Cartier-Bresson no hay nada que iguale a la anterior. Nunca hará de nuevo aquél hombre que salta sobre un charco. Aquello era lo verdadero».

Digamoslo rápido: a HCB, Mayo del 68 le pasó como un tren por lo alto y lo convirtió, como a otros fotógrafos humanistas, en un fotógrafo desplazado fuera de las tensiones de su tiempo histórico. Mientras en 1970, HCB se obstina en luchar “contra la corrupción del gusto” recordándonos sus simpatías “con un estilo de vida antiguo” (Galassi) –esto, básicamente, porque en las mejores imágenes de “Vivre la France” no deja de testimoniar el vacío del mundo- en 1972, Robert Frank, si bien 16 años más joven que HCB,  entrega “The lines of my hand”, con su colisión de imágenes estallando en nuevas y excitantes significaciones que elevan la narrativa fotográfica a mayores alturas y, proclamando su espíritu de ruptura, comienza a  aventurarse en el collage, la rayadura, las intervenciones pictóricas sobre la copia positivada, las inscripciones sobre el negativo…y toda clase de experimentaciones.  El tipo de desplazamiento creativo que lo transfigurará de Fotógrafo a Artista pero que, sobre todo, lo ratificará como a un fotógrafo en renovada tensión creativa con su momento histórico. En tanta tensión, que en 1972 protagoniza otro de sus escandalosos mitos de celebridad rodando “Cocksucker blues” (“El blues de los chupapollas”) junto a los Rolling Stones, que para su bacanal ambulante de sexo, rock y drogas en gira buscaron en Robert Frank a un hermano siamés de su propia transgresión. Tanto lo encontraron que el resultado, de un crudísimo “cinema verité” acabó en un almacén: la película era demasiado brutalmente escandalosa, incluso para los Rolling Stones.

Foto: Cartier-Bresson, «Vivre la France»
Foto: Robert Frank

EL MISIL, LA FRIALDAD Y LA BELLEZA

Es quizá, sobre este contexto, desde el que Robert Frank, citado por Peter Galassi, lanza este misil directo contra HCB: “Cartier-Bresson, sobre todo si tenemos en cuenta su obra temprana, no debería haber trabajado durante los últimos 20 años, o yo al menos lo habría preferido así. Puede sonar muy duro, pero siempre he pensado que es enormemente importante tener un punto de vista. Con sus fotografías quedaba siempre levemente decepcionado porque nunca encontraba en ellas ese punto de vista. Ha viajado por todo el maldito planeta, pero nunca sientes que nada de lo que ocurría ante él le conmoviera, más allá de la belleza o la composición”.

Surge una palabra escondida: frialdad. La perfección formal de HCB, a muchos espectadores, les transmite frialdad. Distancia. Todo en su rectángulo está demasiado ordenado. Helen Levitt, nada sospechosa de crítica hacia la obra de HCB pues fue atraída hacia la fotografía fascinada por la potencia del género que descubrió en una exposición del francés –y en otra de Walker Evans, un fotógrafo que también le resultaba algo gélido-, creía que la obra de Cartier-Bresson tenía “un cierto aire de distanciamiento olímpico” –cito un estudio sobre su obra de Roberta Hellman  y Marvin Hoshino- propio del “estilo blanco” contra el que Levitt se  posicionó situándose en un lugar mucho más cercano emocionalmente respecto de sus personajes y objetos. Paolo de Paolo, excelente fotógrafo que confesaba la aspiración de seguir las huellas de HCB intentando ir un poco más allá, recuerda que cuando vio el reportaje de HCB en Scanno (Abbruzzo), con sus hileras de mujeres enlutadas, le pareció verlas ordenadas solo «como instrumentos al servicio de la composición». «No había interpretación ni profundización. Cartier-Bresson era insuperable, pero su límite era ese», zanja Paolo. Y Raymond Depardon, analizando las diferentes estrategias con las que los fotógrafos marcan su alejamiento de la escena que tienen enfrente, alude  a “las distancias más… distantes” de HCB, que se retrae a 4 o 5 metros, “no habla con la gente” y “sin mirar a la gente hace la foto”. Por supuesto, no todos los fotógrafos han sentido esa misma distancia emocional interponiéndose ante sus fotos. Ben Shanh, que trabajó para la FSA y tenía una rotunda conciencia política del uso de la imagen, se sintió tremendamente atraído hacia Cartier-Bresson cuando descubrió su obra expuesta en la Julian Levy Gallery en 1933. ¿El motivo? Su empatía, precisamente. «A Bresson le gusta la gente. Su simpatía genuina por la gente es lo que convierte estas fotografías en algo memorable».

Sin embargo, en su espionaje de los “delitos flagrantes”, curiosa denominación policiaca con la que él mismo designaba a sus instantáneas “naturales”, Cartier-Bresson pregonaba mucho su capacidad para “hacerse olvidar, al igual que la cámara, que siempre es demasiado llamativa” y ser tan discreto que podía fotografiar sin ser visto. Ese mandamiento de la invisibilidad y la transmutación en una especie de ángel incorpóreo ha obsesionado mucho a los fotógrafos de su escuela, pero lo cierto es que François Soulages sostiene que en 1 de cada 6 imágenes de Cartier-Bresson hay un personaje que mira al objetivo de su Leica. Caen los mitos. Peter Galassi no fija ninguna contabilidad, pero consigna una perversa paradoja que desmonta la cacareada invisibilidad de HCB: “Algunas de sus mejores fotografías lo son porque hubo alguien que sí reparó en él”. Frank, por su parte, pese a que su inestabilidad estética fuera una forma de registrar su propia presencia, tampoco fue ajeno a la aspiración de pasar inadvertido: “Trabajo todo el tiempo, hablo poco, trato de no ser visto”, escribió en su diario. Las retiradas de ambos de la vida pública, severísimas en los dos casos –yo asistí en 1990 a una de las escasas charlas públicas de Cartier-Bresson en aquella época y escuché su tajante prohibición de ser fotografiado- acabaron convirtiendo su figura pública en la de dos anacoretas que se habían ganado el derecho a licuarse de la vida pública.

Foto: Robert Frank
Foto: Cartier-Bresson, USA 1947

EPÍLOGO

Ya fuera por su personalidad de artista atormentado, por su vocación de asceta y por las heridas de los dramas familiares que sacudieron su vida –su hija Andrea murió en 1974 en accidente de tráfico y su hijo Pablo debió enfrentarse a una esquizofrenia-  Robert Frank se recluyó como un póstumo superviviente de sí en su refugio de Nueva Escocia, del que apenas salió para satisfacer algunos trabajos de Patti Smith o New Order. Canonizado por premios y retrospectivas, se disolvió en la leyenda iconoclasta de su fotografía entendida como la escritura visceral, automática y “psicotrópica” de sus amigos Kerouac, Ginsberg o Corso. Atrás, dejó la certeza de habernos enseñado a mirar los pedazos rotos, los fragmentos de un universo que ante sus ojos ya había comenzado a perder su sentido global. Abrió las aguas del Mar Rojo de la fotografía del siglo XX, pero se le olvidó descender del Sinaí dejándonos una tabla con sus 10 mandamientos. Eso le hace ser hoy, aún, más postmoderno porque, en gran parte, Robert Frank es el fotógrafo de la antirretórica intelectual. Tiene, por supuesto, sus feligreses: pero no dejó una Biblia impresa.

Más allá de la brillantez del fotógrafo, la figura cardenalicia de Cartier-Bresson sí ha sufrido más embestidas. De una parte, la teoría de la “atención visual perpetua que capta el instante y su eternidad”, se lleva mal con la liquidez y la transitoriedad de la postmodernidad digital. (Lo cual, para según qué audiencias, puede constituir un atractivo y valioso contravalor de modernidad.) Pero, sobre todo, y aunque en algunos asuntos compartieron la misma posición absolutista, como por ejemplo en su preferencia por el blanco y negro –“Blanco y negro son los colores de la fotografía. Para mí simbolizan las alternativas de esperanza y desesperación a las que la humanidad está eternamente sujeta”-, consignó Frank- en los pronunciamientos de HCB se pueden apreciar muchos más rasgos de radicalidad, o hasta de cierto “integrismo” en alguien que, a los ojos de Truman Capote, que así lo describió tras verle trabajar, parecía «un fanático”.

Foto: Cartier-Bresson

Así, su beata condenación del color. “William, el color es una mierda”, cuenta Egglestone que, para devolverlo al buen sendero del blanco y negro le encarecía Cartier-Bresson al que, por cierto, Egglestone admiró profundamente: “Aún lo respeto”, dijo años después de tratarlo. O las ruidosas guerras que libró en “su” Magnum –“esto es ya un establecimiento comercial con pretensiones estéticas”, le escribe a sus colaboradores en 1974- a causa de las reformas que trajeron nuevos miembros como Martin Parr, por citar un ejemplo célebre, con el que sostuvo una furibunda disputa. Incluso formula algunas declaraciones poco afortunadas en las que revela un picajoso carácter refractario a aceptar las nuevas miradas fotográficas. En una entrevista en Le Monde en 1974 que rectificaría al día siguiente, HCB acusa a Avedon, Michals y Arbus, entre otros, de ser unos “escatólogos y coprófagos que fotografían sus angustias y sus neurosis”. Prédicas de ese tipo lo fueron convirtiendo, al menos ante los ojos de una parte de los aficionados, en un hombre de principios quizá anticuados, rígidos y hasta selectivos. Como cuando dijo: “Los aviones darán lugar una generación de cretinos, especialmente en nuestra profesión”.

Foto: Robert Frank

Ya fuera por eso y, sobre todo, por la inevitabilidad de los procesos culturales de transformación, reequilibrio y, por supuesto, también de los injustos ajustes de cuentas, Cartier-Bresson se convirtió en el objetivo a abatir para una generación posterior de fotógrafos que, como todas las generaciones, debía “matar al padre”, dice muy bien Chéroux. Y el padre era él. Así, Gilles Mora declara que la fotografía creativa francesa de los años 70-80, de la que él formó parte, se construyó “contra el legado nacional” de la fotografía humanista “incluido el prestigioso Cartier-Bresson”. Cuando te cuelgan el apodo de “El Ojo del Siglo”, que eso ocurriera resulta de lo más previsible. (Nota: la fotografía humanista y documental española de los 50-60 también sufrió la embestida similar de los jóvenes fotógrafos más conceptuales de los 80.)

Hoy, posicionemos nuestras preferencias como las posicionemos, seguimos bendiciendo y contextualizando  la herencia de los dos, disfrutando del placer de hurgar en los pliegues de una oposición estética que, además de iluminar el gran debate fotográfico del siglo XX, bajo las zonas de fricción y de roce, escondió otras paralelas de cercanía y encuentro.

Nota: La selección de imágenes de este post -reducida, pues a mi no me sobrecargar los artículas imágenes y arbitraria, como toda selección- no pretende categorizar visualmente las tensiones teóricas ventiladas en el artículo. Es solo una selección, de las muchas posibles, que invita a los interesados a ser ampliada , así como los propios materiales teóricos espigados en este texto.

Cartier-Bresson versus Robert Frank

10 pensamientos en “Cartier-Bresson versus Robert Frank

  • 21 mayo 2020 a las 11:13
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    Una entrada fantástica, Juan María. Creo que, después de ella, poco queda para debatir. Muy bien documentada, muy bien expuesta. Gracias también la mención a un servidor y mi ensayito sobre «The Americans».

    Mi primer amor fotográgico (en la adolescencia) fue Cartier-Bresson quien, lo reconozco, admiraba pero me infundía temor. Es por ello que cargar contra él ( yo el primero) me produce un sentimiento encontrado. Es, como indicas, » matar al padre» sin dejar de sentirse culpable por ello. No era una persona especialmente simpática, no; su orden y corrección delatan las maneras de burgués poco empático y clasista ( por no decir sexista, ya que salvo la excepción de magníficos retratos, como el de Carson McCullers, son planos y estereotipados, sin gran profundidad psicológica). Coincido también con Christian Caujolle quien me comentó, en una entrevista, que si bien su faceta de » gran reportero» post 1945 es impecable, profesional, no tiene gran valor en comparación con la brillantez de sus imágenes de los años 30. En ellas se nota la influencia del surrealismo, así como el genio, la búsqueda de nuevas maneras de contar. Incluso hay provocación ( como la foto de las amantes en México o la serie de la pintora Leonor Fini y el poeta Mandiargues en la playa). Luego llegaría el dogmatismo ( dicen que él se opuso claramente que Frank entrara en Magnum) , sus famosas diatribas, su perfil, como bien describes, «cardenalicio»; eso tan francés de » hombre de la gran cultura» (este entrecomillado es mío).

    A pesar de todo lo anterior expuesto, vuelvo a HCB con relativa frecuencia. También a Frank, pero, lo reconozco, ambas hoy me interesan más sus discípulos, que no los maestros. Es por eso que ageadezco especialmente tu reflexión puesto que me aporta nuevas perspectivas sobre un debate, » el instante decisivo de HCB versus el momento intersticial de Frank» del que pensaba que ya todo estaba dicho.

    Vuelvo a poner dobre mi mesa de trabajo mis tochos del francés y del suizo. La culpa es tuya! 😉

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    • 25 mayo 2020 a las 11:52
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      Hola, Rafa, disculpa la tardanza en contestar -a mi me gustan mucho nuestras misivas, je, je-: días de lío. Muchas gracias, un placer que te haya interesado. Es curioso que recuerdes que HCB te producía tanta admiración como temor: yo creo que eso nos ha pasado a muchos con él. Un «padre» demasiado rígido, je, je. No había pensado si su fotografía era «sexista», pero ahora que lo dices creo que tienes toda la razón. Desde luego, a mi sus retratos no me sugieren ninguna profundidad psicológica, no. Totalmente de acuerdo en la potencia de su surrealismo… y de su dogmatismo. Deberías abordar el tema de los discípulos, eh. No es mal tema. (La mesa rebosa libros, je, je). Un gran abrazo, J.

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  • 21 mayo 2020 a las 12:58
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    Qué buen texto y qué buen rato he pasado. Némesis a su pesar, creo que HCB también jugó con muchos momentos intersticiales.
    No hace falta preguntar cuál es más de tu agrado 😉

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    • 25 mayo 2020 a las 11:37
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      Un placer, Mariano. Efectivamente, HCB también tiene estupendos intersticios, sí.
      Me has calao: está claro dónde pongo yo mi aprecio, sí
      J.

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  • 22 mayo 2020 a las 17:27
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    mis respetos por esta magnifica explicación…encantada con ella…gracias saludos cordiales

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  • 23 mayo 2020 a las 00:48
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    Lo he disfrutado muchísimo, gracias.
    Yo si me dan a elegir coche me quedo con el Ford Coupe , tiene calefacción. 😉

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