Inge Morath, escribiendo su autobiografía, fotografió la deriva del matrimonio Marilyn Monroe – Arthur Miller, su próximo marido
Toda fotografía es autobiográfica. Esa “huella luminosa” que, al decir de Philippe Dubois, es la fotografía, es nuestra propia huella impregnando nuestra tarjeta de memoria, en cada disparo, como si imprimiera la página de ese diario invisible que, al fotografiar, vamos escribiendo sin darnos cuenta. Porque lo elegimos, porque lo conformamos, porque lo alteramos y porque sobre ello nos proyectamos, siempre somos lo que fotografiamos.
Pero, a veces, la relación entre fotografía y autobiografía adquiere rasgos directos de una elocuencia superlativa: los fotógrafos documentalistas lo saben. Del mismo modo que, según nos enseñó Susan Sontag, no fotografiar a los hijos puede revelar un signo de indiferencia parental o no posar para el álbum familiar cuando eres adolescente descubre un acto de rebeldía, algunas imágenes contienen un nivel tan alto de implicación y relato personal que parecen suplantar las viejas autobiografías escritas por las nuevas autobiografías visuales.
En 1961, al rodaje mítico de “Vidas rebeldes”, una desgarrada película crepuscular de John Huston que marcó una suerte de umbral hacia otro estadio, cuando no hacia el más allá, para algunos de sus protagonistas, acudió una bandada de grandes fotógrafos: Elliot Erwitt, Bruce Davidson, Cartier-Bresson, Erich Hartmann, Eve Arnold, Ernst Haas y, también enviada por Magnum, dueña de la exclusiva del rodaje, la fotógrafa austríaca Inge Morath. Allí, en un paraje del desierto de Nevada, cerca de ese altar americano del desamor y el divorcio que es Reno, a 40 grados al Sol y naufragando en la crispada filmación de una película habitada por personajes extraviados como corazones solitarios abandonados a la deriva, Inge Morath encontró al matrimonio formado por el escritor Arthur Miller y la diosa Marilyn Monroe encarnando –ironía de mal agüero desplegada por su propio marido, que era el guionista de la película- el papel de una mujer recién divorciada. El anuncio de la inminente injerencia de la ficción en la realidad o una especie de profecía autocumplida. Poco después de registrar esta imagen, la esposa de Arthur Miller ya no era Marilyn. La esposa de Arthur Miller era Inge Morath.
En la foto de Morath, el matrimonio del Intelectual y la Bella aparece recortado sobre el fondo de un ventanal, los dos aislados entre sí, distanciados, dándole ella a él la espalda; mirándola él, retraído con su pitillo colgado de los labios, remoto, frío, como sin poder alcanzar a la diosa. La masa de la tulipa gigante de una lámpara que los separa en dos espacios físicamente tan próximos pero emocionalmente aislados entre sí, subraya gráficamente la corriente de aire gélido que los separa encarnando el obstáculo de su indiferencia y su desafecto. Asomada a la ventana, con su identidad desdibujada en escorzo, Marilyn se asoma al ventanal como si contemplara el vacío de su vida. Ajena y absorta, parece escapar del encuadre. Un año después, estará muerta. Inge Morath, esa fotógrafa que según Lola Garrido Armendáriz clama en sus imágenes los «silencios elocuentes» y los «sonidos del alma» de aquello que captura, dribla el riesgo de trabajar con actores -Cartier-Bresson procuraba evitarlos porque le resultaba molesto que ellos, profesionales de la ficción con plena conciencia de la puesta en escena, impusieran el control de su propia imagen- y registra la deriva del matrimonio como si fuera una autopsia.
Esa foto es una alegoría. Una cámara invade la intimidad de un matrimonio que, visualmente, es sorprendido en un desencuentro profundo. Pero en realidad, la cámara que los espía, la sostiene la Otra, la Intrusa, Aquella que, entrometida, a través del poder del visor accede al abismo conyugal y no solo lo radiografía sino que, mientras mira, se enamora del marido.
Esta imagen premonitoria del cambio en la biografía de los tres personajes que intervienen en ella tiene –perdón por la frivolidad- un algo de “ménage à trois” visual, sentimental e impudoroso. Porque la fotografía es, a menudo, un arte impudoroso. Un matrimonio exhibiendo su derrumbe ante los ojos de quien acabará saltando desde detrás de la cámara al interior de la escena, suplantando a la esposa del hombre por ella misma. Ese acto de «posesión simbólica» que según Susan Sontag es la fotografía, se ha cumplido aquí enteramente.
Inge Morath, desde detrás del visor, como una voyeur fisgona al borde de confundir la fotografía con su propia aventura sentimental, traza vínculos tan estrechos con sus dos personajes que, sin aparecer en la imagen, se cuela premonitoriamente en ella. Miro esta imagen como leo una novela o veo una película, pues esta imagen contiene la excitación y el morbo de asistir al tránsito emocional de unos personajes taladrados por el ojo adivinatorio de la cámara, ese artefacto diabólico capaz de profetizar y viajar al futuro.
Al presionar el disparador, Inge Morath aún no sabe que, con el clic de esta imagen, no está cumpliendo meramente con el encargo profesional de realizar un aséptico reportaje gráfico: lo que está haciendo con su cámara, realmente, es escribir su autobiografía.
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