García-Alix, Ouka Leele, Pérez Mínguez y Miguel Trillo recuperan la agitación del movimiento que modernizó España a finales de los 70

No constituyeron ningún grupo. No publicaron ningún manifiesto. No obedecieron corporativamente a ninguna estética común. No exhibieron ningún afán de hacer Historia. Y algunos, mientras capturaban sus imágenes, ni siquiera se conocieron entre sí. Y, sin embargo, al recitar sus nombres cuarenta años después de su trabajo, este cuarteto de fotógrafos disímiles resuena todavía como el compacto bloque común que nunca llegaron a ser. Una marca gaseosa y difusa tiene la culpa del nexo que los empareja desde entonces: La Movida.

La visión de La Movida. Crónica de una agitación 1978-1988, una retrospectiva producida por la Fundación Colectania y Les Recontres d´Arles comisariada por Antoine Beaupré, Pep Font de Mora e Irene de Mendoza nos devuelve al hervor creativo que, con epicentro en Madrid, sacudió España inyectando modernidad y color a un país que recién amortajado el dictador, emergía de un tedioso letargo sombrío y gris. En fotografía, por supuesto, también. El certificado historicista de la muestra y el glamour fetichista que solo pueden irradiar las copias de época, actúan como la boca de un túnel que nos aerotransporta con nostalgia al fragor frívolo, vital y descarado de La Movida.

© Ouka Leele / «Madrid, 1984»

El descaro es el gran dominio de nuestro cuarteto. “Al fin en Madrid las fotografías de Ouka Lele”, rezaban, fosforescentes, las pegatinas que la propia Ouka Leele pegaba por Madrid anunciando su primera muestra en un acto naif de descaro y de osadía que revela lo que la Movida fotográfica tuvo también de happening, acción performativa y astuta mercadotecnia. Ouka Leele (Bárbara Allende Gil de Biedma, Madrid, 1957: sobrina del poeta) es un caso paradójico, y en cierto modo seminal del inmediato futuro que llegaría para convertir a los fotógrafos en los artistas que, hoy, ni siquiera precisan cámara para trabajar.

Con 17 años, bella y tímida, Ouka acabó acompañando a un amigo que le pedía, muy pesado, que fuera con él al Photocentro, la mítica academia de la modernidad fotográfica española de los 70. Entró, vio el laboratorio y, para no haber querido nunca ser fotógrafa, “me quedé estupefacta, fascinada, enganchada”, recuerda todavía.En el Photocentro, donde Warhol era Dios, por sus dibujos al carboncillo de la Pietá o del Discóbolo, a aquella chavala le llamaban “anticuada”, pero cuando empieza a hacer sus fotos desinhibidas, que para ella apenas eran ejercicios escolares, rápidamente la proclaman “la nueva imagen de España”.

De alguna manera, en Ouka Leele cristalizó la rara doble condición de artista y musa. Las imágenes teatrales y escenográficas, surrealistas y deudoras de Man Ray –“cuando me dan ataques de odio a la fotografía, Man Ray me ayuda a seguir”– y de Salvador Dalí, que para Ouka fue “un iluminado científicamente certero”, la convirtieron rápidamente en un icono nacional y, desde luego, en la primera fotógrafa mediática de la historia de España consagrada en La edad de oro de Paloma Chamorro apareciendo en la pantalla tocada con un cerdo en la cabeza proclamando, encantadora, su estrambótica mística doméstica

Extraña artista plástica metida a fotógrafa a regañadientes –“yo amo a la pintura pero la fotografía me ama a mí”, dice– la gente, ávida de sacudirse de la solapa la ceniza del franquismo, depositó en los divertidos montajes de Ouka Leele una esfera de crítica social que, en realidad, las imágenes, pura sublimación de lo cotidiano penetrado por el rabioso pop chillón, no tuvieron jamás. Salvo de rebote. Su serie Peluquería (1979) resume contundentemente su estética mezcla de inspiración onírica, diseño y cartelismo, más la irrealidad de un color que ella, que ha pasado muchos años coloreando con acuarelas sus tomas originales en blanco y negro, veía en su cabeza pero jamás por el visor. Aupada el estrellato, en 1985, tras seducir al alcalde Juan Barranco, Ouka Leele dispara el clic de defunción de la Movida orquestando una escena mitológica en la Plaza de Cibeles para cuya teatralización, con más de quince figurantes, obtiene la alta bula de poder parar el tráfico: señal inequívoca, según los que siempre la miraron con escepticismo, de que la Movida había sido, al fin, institucionalmente absorbida. 

(Apostilla paradójica: la mayor parte de las fotos que Ouka Leele cuelga en esta exposición las tomó en Barcelona, introduciendo en el suceso un factor de descentralización autonómica que dinamita el copyright con el que Madrid hizo caja registrando la Movida como exclusivamente suya. “Porque yo llevé la Movida a Barcelona”, dice riéndose de un tiempo que, como si no hubiera sido digerido aquí enteramente, vuelve a España, en una producción catalana, vía Arles para que los franceses nos devuelvan un tiempo que aún contemplamos legendario y sorprendente porque aquí no ha sido del todo bien estudiado. “Deberíamos grabarnos y contar lo que vivimos, porque ya empiezan a faltar algunos”, señala Ouka, quizá con melancolía pero sin rabia, sobre un periodo para el que reclama “más prestigio y más estudio”).

© Pablo Pérez Mínguez / ‘Fany, agente secreto’ (1982)

Nombre legendario que muchos citan y, en realidad, pocos conocen, Pablo Pérez Mínguez (Madrid, 1946 – 2012) ha quedado como la encarnación del espíritu hedonista y juguetón que la Movida transmitió. Capitán de la modernidad visual en Nueva Lente y en el Photocentro, Pablo Pérez Mínguez, aquél que entre otras perlas de su desternillante collar de citas –“lo que no da morbo es un estorbo”– enarbolaba “la bendita frivolidad” frente a los estrictos puritanos del baritado en blanco y negro, reinó en su estudio de la calle Monte Esquinza convertido en una Factory muy gamberra y enloquecida, a lo Spanish Warhol, que abría a las seis de la tarde, cerraba a las doce de la noche y reabría otra vez de madrugada, para producir una bacanal de imágenes kitsch y provocadoramente gays replicando sin ningún pudor el espíritu del cómic, la publicidad y las fotonovelas. 

A impulsos de su orden célebre –“Desnúdate y vamos a hacer unas místicas”– sus imágenes no solo idealizan la Movida, sino que icónicamente construyen un fantástico y surreal paraíso de provocación, travesura y mordacidad basado en una complicidad con los modelos –esos desatados Pedro Almodóvar, Alaska, Fabio McNamara, Tino Casal…– con los que, según la más pura estrategia improvisatoria y descarada que caracteriza a la Movida, trabaja en el alambre del vacío barajando a su suerte unos cuantos atrezzos. La potencia colorista del Cibachrome hacía el resto.

© Miguel Trillo / «Junto a la sala Rock-Ola» Madrid, 1983

Hasta hace muy poco, el gaditano Miguel Trillo (Jimena de la Frontera, 1953) fue el gran tapado o una suerte de forastero extraviado en el interior de la Movida fotográfica, hasta el punto de que, de los cuatro, es el único que no tiene aún el Premio Nacional. Su búsqueda del clasicismo y la sencillez no molaban a una posmodernidad que rebajó sus tomas bien encuadradas y definidas, desprovistas de cualquier atisbo de artificio y pretenciosidad, a la vulgaridad del fotoperiodismo. Porque Trillo, aunque capture los personajes y los fondos urbanos de la Movida, opera desde las antípodas estéticas que siempre, en un gran error de apreciación, se le han atribuido a esta: “Mi fotografía no es parpadeo”, dice. “Yo hago una mirada muy fija. Selecciono y sigo a la persona. Es eso improvisación? No. Mi fotografía nace del pensamiento”.

Llegado, paradójicamente, desde la fotografía artística, Trillo pasó de capturar insectos que fotografiaba al modo buñueliano y surrealista, a convertirse en el gran taxonomista, el frío pero exacto entomólogo, de la nueva geografía urbana madrileña. Sus imágenes, herederas de la mirada de Diane Arbus o August Sander que a él ya le habían deslumbrado en Arles en el 79, funcionan por efecto acumulativo –su lema vital ha sido siempre “insisto, luego existo”– y hoy nos muestran el exhaustivo catálogo de una generación narcisista, “con miles de kilómetros recorridos frente a espejos”, dice él, que reivindican lo suburbial, la periferia, la clase media y obrera, pero sin ensalzarlos, sin convertirlos en clásicos automáticos, proclamando su anónima individualidad justo por lo que tienen de tribu y colectivo y vinculándolos siempre a los fondos urbanos que, al cabo de los años, se han convertido en una especie de forillo generacional, una suerte de no-lugar paradójicamente bien fechado y, sin embargo –ese es el milagro de sus fotos– atemporal. 

Educado en el kiosko de las pipas con tebeos, sellos y cromos, Trillo fue un pionero que enarboló los lenguajes clandestinos y antiartísticos del fanzine y la fotocopia y descubrió que la Movida verdadera bullía libre “en la arena de la plaza”, bajo el resplandor de los escenarios y, como un documentalista povera buscando luz y un poco de sosiego, levantó su cámara en la marginalidad cultural de los lavabos donde, casi sin pasar nada en ellas, suceden sus imágenes como fascinantes microrrelatos de una época que él nos cuenta sin brizna de épica.

© Alberto García Alix / ‘Autorretrato con el cuerpo herido’ (1981)

Por último, el más consagrado hoy de todos, Alberto García-Alix (León, 1956) preña la exposición de tragedia y melancolía, pero también de una celebración de la vida intensamente vivida, con su inventario de ángeles caídos por los opiáceos y las jeringas. Alix, un maestro del retrato –que, como se ve en la exposición, es el gran género de la Movida, según me indica Irene de Mendoza– y de la fotografía entendida como huella y registro del íntimo viaje hacia los abismos personales y las sombras, compone en su retablo autobiográfico un gigantesco yo tan privado como colectivo, rindiendo tributo y admiración a unos personajes que, en sus imágenes en un imperecedero blanco y negro, se transfiguran hasta elevarse como objetos de culto o “mitos de la cultura urbana mediante un lenguaje de gran clasicismo”, como escribió Manuel Santos. 

Ellos, desde el pedestal de su posteridad gráfica, parecen decirnos que, bajo la apariencia de gran bacanal de la banalidad, de frívolo viaje a ninguna parte o de gran tinglado alentado por un PSOE que urgía alicatar su mandato con un barnizado de modernidad, la Movida fue real y que por alcanzar su promesa de rozar la joven plenitud y resplandecer fugazmente sobre la oscuridad de aquel país siniestro, hubo gente que en ella se jugó la vida. Hasta conseguir brillar para siempre, perdiéndola. Escrito está por el tío carnal de Ouka Leele, qué casualidad, Jaime Gil de Biedma: “Que la vida iba en serio / uno lo empieza a comprender más tarde / como todos los jóvenes / yo vine a llevarme la vida por delante…”.

(Este texto se publicó en Letra Global el 19 de octubre de 2019 con ocasión de la exposición «La Movida. Crónica de una agitación 1978-1988» en FotoColectania Barcelona)

La Movida de Alix, Ouka, Mínguez y Trillo
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