Fotógrafo de las soledades y del virus del olvido, José Manuel Navia es el discreto poeta de las penumbras íntimas de quienes, en la España vacía, llevan muchos años recluidos. La belleza de sus imágenes se oculta en el enigma de sus sombras
Ahora que la reclusión nos ha devuelto la intimidad, yo regreso a José Manuel Navia que, siendo más cosas, para mi es sobre todo el fotógrafo de los espacios interiores, el discreto poeta de las penumbras íntimas, el ojo de las oquedades privadas. Más que de la “luz Navia”, yo, por la elocuencia de su densidad y de su clamor invisible, hablaría de la “sombra Navia”. En muchas de sus fotografías, tal como Umberto Eco explica que son las sombras las que decisivamente contribuyen a que la luz resplandezca, hallamos que lo “bello” no se muestra, sino que al modo que describe Junichiro Tanizaki, esconde su secreto en la opacidad y el enigma de la umbría. Como si esperara a ser descubierto solo por la reveladora penetración de nuestro ojo. Paradójico ejercicio fotográfico, éste de dejar a oscuras una parte a menudo sustancial de lo que recoge pero (no) se muestra. Parece un envite al espectador. Un reto a depurar nuestra mirada: toda recompensa requiere un esfuerzo. Navia es ese tipo de fotógrafos que nos enseñan a mirar dejándonos a ciegas.
Por mucho que desarrolle sus trabajos en espacios abiertos, Navia tiende siempre a internarse en la soledad y el enclaustramiento. Frente a la vastedad de los exteriores, aún rescatados por él del acecho del eclipse y las tinieblas en el declinar de las luces agónicas, Navia penetra en los hogares buscando el roce de la piel o la evocación de una presencia ya extinguida en el interior de las viejas cocinas que el crepitar de alguna brasa tiñe de rojizas o ingresa en las aulas demacradas que guardan el eco mudo y la memoria sepulcral de unos alumnos que hace mucho tiempo que dieron a ese colegio a la marchitación y el abandono.
También en eso, restaurando el valor de unos espacios domésticos que la contemporaneidad ha menospreciado, Navia parece arrastrado por una terca vocación de viajar fotográficamente a contracorriente, como cuando le oí contar que mientras en el invierno del 18 el crudo temporal colapsaba las níveas autopistas de conductores devueltos a las ciudades vencidos por el frío, él enfilaba insensatamente rumbo al corazón de la nevada buscando la luz placenta en el interior de los caseríos de las aldeas más aisladas, girando alrededor de lo que está claro que es su gran tema o, desde luego, uno de sus temas esenciales: la soledad. Encontrarla parece una de sus obsesiones. “Una obsesión profunda, insistente, incurable: con eso es con lo que se hace un escritor –o un loco”, escribe Christian Bobin. Había una tercera opción para Navia: ser, obsesivamente, un fotógrafo.
Acaricio “Alma Tierra” y tacto con la yema la soledad inerte y descascarillada de la taberna del pueblo abandonado de La Bureba, en Burgos, con sus botellas abandonadas al olvido o la figura imprecisa de Carmen García, borrosa sombra enterrada en negro cuando su perfil atraviesa el contraluz de la ventana en la antigua casa del cura, hoy deshabitada, de Los Íbores, en Cáceres. Y me pregunto: ¿Cuántos años dura su confinamiento? ¿Cuántos años hace que estos tenedores y cucharas abandonados al óxido y la mugre llevan ahí posados sobre la hoja de un viejo periódico sin que nadie los use ni los mire en su extravío en algún interior de las Tierras Altas de Soria? A nadie, más allá de las afueras de su aldea desangelada, le importa.
Mucho antes de que Sergio del Molino convirtiera la tragedia de la despoblación en un hastag, José Manuel Navia deambulaba por una España vacía confinada por el virus más antiguo de la historia del mundo, que es el virus del olvido, buscando seres ambiental, social y geográficamente recluidos en casas y parajes que Navia nos enseña entonando una suerte de delicado y crepuscular “réquiem visual” paradójicamente preñado de uno de los mayores síntomas de vida: la dignidad épica de los que se yerguen hundiendo su existencia en el apego a su tierra y a su origen.
De ellos, Navia subraya esos elementos esenciales: el fuego, el pan -«hacer el pan es un gesto capaz de destruir todos los gobiernos del mundo», cita Navia en su blog a Jean Giono en una entrada dedicada a las soledades de sus personajes- , los enseres domésticos, el barro, las descascarilladas solerías, las imágenes sagradas de las iglesias o las casas o una muñeca grotesca…- esa clase de señales “menores” sobre las que mucha fotografía contemporánea pasa ahora de puntillas temerosa de rozarse con el riesgo del costumbrismo, que hoy es una palabra culturalmente degradada, ignorando lo que esos objetos y esos signos tienen de última metáfora de los viejos rituales colectivos, esos que algunos filósofos como Byung-Chul Han reivindican para volver a reconstruir el espíritu de la comunidad. Hace muchos años que José Manuel Navia, ya sea en España, en Portugal, en África o en América Latina, nos viene mostrando los restos del naufragio de esos pequeños rituales privados y comunitarios obligándonos a ver lo que no veíamos. Escribe Carmen Laforet: “Algunas cosas pueden parecer nada y lo son todo. Hay que saber ver, aprender a apreciar lo menudo y a despreciar lo que sólo hace bulto. Lo bueno es aquello que sin grandes destellos lo llena todo.” Lo leo y yo pienso en las imágenes de Navia, esas que, con pequeños destellos, me atrapan como un manto cubriéndome en su entoldamiento.
Las luces pobres de José Manuel Navia, el tono crepuscular de sus imágenes, nos obliga a nosotros, sus espectadores, iluminar, a dar luz a lo que no vemos y, por el efecto melancólico que en fotografía tiene lo borroso, oscuro o impreciso, tendemos a convertir el presente de los personajes que fotografía en un pasado tan antiguo que, a veces, no siendo en realidad tan distante en el tiempo cronológico, nos parece anacrónico y remotísimo. Resultan conmovedores muchos de los personajes que Navia captura tenuemente en el deambular de su aislamiento: “La bruma visual significa que aquí estamos solos (…) en un reino donde todo está cercano, a flor de piel y lleno de emoción. Hay desamparo en lo que vemos desdibujado”, escribe Marc Cousins.
En el invierno duro de los pueblos, cuando la luminiscencia es baja y se entrega bellamente arisca y tacaña , Navia encuentra esa luz primitiva, moribunda y degradada y la trata con su habitual sobriedad y su absoluta ausencia de efectismo. Las imágenes de Navia, por atractivas que parezcan, me recuerdan aquél comentario inteligente y paradójico que Mozart, a modo de aviso contra el exceso de pulido, hizo sobre uno de sus conciertos: “Es brillante, pero está falto de pobreza”. Más pobreza. Con la “pobreza” de luces, Navia alza una ambientación emocional basada en extraer del color una impregnación cromática tan cálida como un abrazo, esa clase de sutil pigmentación afectiva que logra que, por domésticos y triviales que nos puedan parecer los sucesos que recogen, las imágenes se eleven, traspasen nuestra piel, golpeen el sepultado aldabón de la memoria y, trenzadas entre sí, que es el gran logro de los libros de José Manuel Navia, un fotógrafo con una capacidad extraordinaria para organizar sus imágenes de un gran fresco natural de las vidas que captura, nos arrastren hacia el fondo de sus personajes, ya sean vivos o inanimados. Más que de fotografías aisladas que deslumbren, Navia es el paciente coleccionista de teselas atento a los detalles más inertes, como el ventanuco asilvestrado que encontró en un muro desteñido de un aula de la escuela de Estall, en la Sierra del Montsec o los jergones corroídos de unos camastros abandonados sobre los que, envueltos en masas de penumbra, flotan esos resplandores pálidos, ocres, azules o naranjas que suelen reverberar en sus imágenes más seductoras y atrayentes.
Hay un placer intensamente melancólico en pasar las páginas de esos libros y rescatar de sus imágenes a personajes que, en las fotografías situadas más al límite de la penumbra, vislumbramos como aparecidos, como seres devueltos a la vida desde el fondo de una oscuridad muy profunda. Pues si ya la fotografía, como nos enseña Regis Durand, “se relaciona con la pérdida” y con esa fuerza del exterior que “nos atrapa bruscamente y atrae nuestro interior” que Deleuze describió, el catálogo del remoto mundo que Navia nos enseña duplica la cualidad que la fotografía tiene para convertirse instantáneamente en una antigüedad inevitable. Tiempo. Estamos hablando de nuestra relación con el tiempo. Y, seguramente, por haber ahondado en ella durante tantos años con tanta meticulosidad, tanta calma y tanta intensidad, es posible que Navia sea el fotógrafo más literario de la escena. Alguien –y la frase es suya- que ha puesto la cámara «en el lugar de la escucha» para que el espectador termine oyendo el relato que los protagonistas de la imagen le narran con susurros y que él, al fin, oirá solo… a través de los ojos.
Hermosa entrada, JuanMa. Creo que refleja en palabras el mundo visual de Navia. La cosa tiene su mérito, porque José Manuel habla y escribe muy bien sobre muchas cosas, su obra incluida.
Para ponerte los dientes largos, te diré que creo ser de la docena de privilegiados que ha podido vivir una experiencia para mí fundamental como fotógrafo y editor: observar las diapositivas del Navia analógico, mediante una mesa de luz y una lupa de aumento Schneider. Para mí, casi una experiencia mística. Aunque sus libros están genial, no hay nada comparable como atrapar con el ojo toda la Luz contenida, con mayúsculas, en sus kodachrome.
Querido Rafa: me voy a empezar a pensar seriamente la posibilidad de bloquear tu entrada a este blog, ja, ja, ja, ja… ¡¡¡Qué manera de dar envidia!!!!, ja, ja, ja…. Los dientes se me han salido de su caja, sí. «Analógico», «mesa de luz», «lupa de aumento» y «Schneider»: demasiado!!! Un abrazo!
J.
Lo hago a propósito, bien lo sabes. Duele más un golpe con un puño de hierro forrado con terciopelo, que no un burdo estacazo con una cachiporra!😂😂😉
Ja, ja, ja… Visto así, gracias por el terciopelo, je, je, je!!!
La pasión por la literatura, una cultura digna de ser deseada, el respeto por la tierra y su gente, el amor por su profesión, el resultado… su fotografía.
Estupenda entrada.
«Acaricio “Alma Tierra” y tacto con la yema la soledad inerte y descascarillada…». Me encanta.
Muchas gracias, Paco. Es imposible disociar la literatura del trabajo de Navia, como sabrás de sobra. Encontrarle un tono de escritura a su manera de «escribir» con la cámara siempre es un reto. Sí, respeto y amor por el oficio, de ahí vienen estas fotos. Saludos, un placer.
J.
DOBLE EMOCIÓN.
Si las forografás de Navia siempre me han conmovido lo que tu escribes, ( cada vez mejor, so cabrón) suscita una comunión sensorial que también llega al fondo de mi corazón.
Oh, Carlos, emoción la mía por leerte aquí y qué placer compartir contigo la misma comunión por Navia!!!
Te mando un superabrazo desde el fondo del cabronazo de mi corazón, je, je, je…
Juan